Vivir del Espíritu. San Ireneo, un testigo ayer y siempre
Conferencia cuaresmal de Madre Verónica con ocasión del año san Ireneo 2020
Conferencia cuaresmal de Madre Verónica con ocasión del año san Ireneo 2020
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Desearía hacer presente hoy una imagen cotidiana en nuestra casa de La Aguilera. Es diciembre, anochece pronto. En medio de la oscuridad de los atardeceres gélidos del invierno castellano, un rótulo grande, luminoso y cálido guía nuestro peregrinar: «La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es ver a Dios»[1].
Estas palabras, a modo de epitafio, están escritas en nuestro cementerio, que descansa a los pies de nuestra nueva iglesia, para significar la comunión entre la Jerusalén celeste y la que peregrina aquí. Cielo y tierra se unen, porque la communio, la comunión de los santos, no conoce despedidas ni fin: así en la tierra como en el cielo. La meta de nuestra fe no es solo el cielo, sino el cielo en la tierra, su Reino entre nosotros.
Comienzo con este epígrafe porque los santos, san Ireneo, nos enseñan que la vida se comprende desde la meta, desde lo que estamos llamados a ser y vivir en el designio salvífico, misericordioso, entrañable de nuestro Dios. Hemos sido creados para una plenitud inimaginable. Nuestro destino tiene un único nombre: Jesucristo. Así se abren nuestras Constituciones: «El Espíritu Santo, a lo largo del tiempo que Dios nos regala, nos va configurando y recreando a imagen y semejanza de la Humanidad de Cristo resucitada. De esta manera, nuestra existencia quiere glorificar a Dios, porque la gloria de Dios es el hombre dotado de su propia Vida y el destino último del hombre es ver a Dios Padre»[2].
Estas dos verdades intocables del gran san Ireneo son un aldabonazo de esperanza, de victoria, de resurrección, crean en nuestra casa una atmósfera ungida, de gravedad. La historia es tiempo de salvación, de paciente maduración. El tiempo, aliado del hombre, nos va paulatinamente regalando la Vida, porque el Espíritu está orientando nuestra creación hacia Cristo, la Vida sin ocaso.
Las palabras de Ireneo son memoria viva y permanente de lo que cada hermana profesa con un sí perpetuo el día de su consagración: «Con la certeza de que la gloria de Dios es el hombre viviente, que por el don del Espíritu Santo se configura con Cristo para vivir en la intimidad del Padre y, así, abrazar a la humanidad entera, me consagro a Dios en esta comunidad»[3].
Un Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, volcado en su criatura, que se hace mendigo de nuestro deseo de felicidad. El anhelo de plenitud que hay en el hombre se corresponde con el anhelo de Dios por dar al hombre la plenitud. La santidad, invasión del Espíritu en nuestra carne, es la plenitud que Dios quiere conferir al hombre.
Ante el don de Dios, ante su promesa, el drama del hombre ya no es la muerte sino su libertad. Cuando la promesa de Dios se olvida, el hombre se mueve entre dos polos fúnebres: teme la muerte pero aún más teme vivir; teme la muerte sin amar la vida. Como afirmaba nuestro Ireneo: «No se puede vivir sin Vida»[4].
Ver el rostro de Dios es la nostalgia que ha sido testimoniada por tantos creyentes a lo largo de la historia de la salvación; ver a Dios es nuestra vida y nuestro vivir. Por experiencia sabemos bien que el hombre que no se encuentra con el Resucitado es para sí mismo un enigma sin resolver, porque no conoce su identidad ni encuentra el sentido ni el valor de la vida, ni la respuesta a la sed más profunda del corazón.
Cada vez que me detengo ante la inscripción del cementerio, recuerdo la sorpresa que nos causó, como mujeres consagradas, la primera vez que nuestro profesor Ayán nos habló de la maternidad eclesial estrechamente unida al martirio con la imagen de aquella mujer convertida en estatua de sal, que prefigura a la Iglesia, sal de la tierra. Me refiero a la mujer de Lot, que interpreta de manera curiosa y atrevida el santo obispo de Lyon[5].
Esta mujer que ha sido dejada por el Esposo en la tierra como columna de sal, entre la vida terrestre y la vida celeste, pertenece a la tierra de donde sale y al cielo adonde mira.
La Iglesia, firmamento de fe, confirma, sostiene y afianza a sus hijos; persevera en el amor hasta el fin de los tiempos y engendra hijos con dolor para el Reino de su Esposo cuando, en apariencia, los pierde para sí en la persecución. La Iglesia permanece en pie con la integridad de una madre trabajada en la tierra que envía a sus hijos mártires hacia Cristo, su Esposo, para salvarlos.
«Nosotras sabemos bien, desde la experiencia personal de rescate y sanación, que nada somos sin la maternidad de la Iglesia, tierra de vivientes»[6]. Por eso, ante el sufrimiento del hombre roto por la falta de Cristo, arde en nuestro corazón el deseo de que la Iglesia forme en nosotras su maternidad en ofrenda martirial. Suplicamos que el Espíritu, sal vivificadora en nuestra carne, se extienda como un impetuoso torrente al océano de este sediento mundo para que nuestros hijos sean conservados en Vida y tengan, aun sin saberlo, la incorruptibilidad.
Hemos sido invitadas a dar un testimonio sobre san Ireneo: ¿Por qué le amáis, qué habéis recibido de él y por qué habéis elegido como Patrono de Iesu Communio a un santo Padre de los primerísimos siglos?
Antes de decir quién ha sido san Ireneo para nosotras, creo necesario compartir unas breves pinceladas de mi camino hasta el encuentro con este gran padre y maestro, al que conocí ya dentro del monasterio, como más tarde expondré.
Imposible olvidar el impacto que me produjo a mis 17 años ver literalmente una alfombra humana de jóvenes tirados por tierra, víctimas del alcohol y de la droga, sin poder sostenerse en pie, derrumbados, desorientados y arrollados por las vanas promesas de felicidad que ofrece el mundo. Sí, una alfombra humana de sinsentido, de despersonalización, de sufrimiento, de soledad… Recuerdo acostarme llorando tantas noches: ¿Para esto hemos sido creados? Era un llanto de sed… ¿Cuál es el sentido de la vida?
Yo tenía raíces cristianas por herencia y testimonio familiar; pero también sufrí la rebeldía del adolescente que ve a Dios como un límite a su libertad, un límite que creemos que ha de saltarse para poder ser uno mismo, y que nadie atente contra sus planes. Pero nuestra sed más honda no tiene alternativas. El hombre no solo tiene sed de Dios, es sed de Dios, y la sed de Dios solo la calma Dios.
¡Tantas veces el hombre busca y va tras la plenitud y felicidad incluso cuando se equivoca y peca! Pero la larga paciencia de nuestro Dios nos deja en el camino de vuelta al paraíso[7], donde podemos ver lo que hemos perdido, lo que en verdad anhela el corazón. El Padre siempre mantiene la esperanza de nuestro retorno. Se vale incluso de nuestras rebeldías para que, al conocer nosotros por experiencia que la desobediencia es un mal que nos quita la vida, no volvamos a intentarlo nunca[8]. Muy pronto descubrí que el cristianismo es la respuesta a lo que la criatura anhela.
Un hecho marcó mi retorno a la Iglesia. En un golpe de rebeldía me fui de casa con unos amigos y aterricé en Francia. Buscamos un alojamiento para dormir y encontramos un motel muy barato en Burdeos. A media noche una joven con la cara ensangrentada pedía auxilio; le habían pegado.
–Nadie me quiere –sollozaba–, mi vida es un infierno, no tengo a nadie…
Le pregunté de dónde venía y me dijo:
–Trabajo aquí. Y tú –me preguntó ella– ¿es que no sabes dónde estás?
Ese ‘¿dónde estás?’ era como una voz dentro de mí. Yo misma pensé: ¿Dónde estoy? Era una voz llena de ternura, una llamada del Padre a volver, un testimonio de que Dios jamás deja de salir al encuentro de su criatura. La joven en realidad me lo preguntaba porque no sabíamos que al otro lado del motel había un burdel.
–¿Cómo te llamas? –le pregunté.
–Véronique –su voz doliente y sedienta de afecto se grabó en mis entrañas.
Me quedé con su nombre y con el eco de su voz: ‘No tengo a nadie…’, y pensé en la imagen del Ecce Homo, en la Pasión de Jesús, donde la Verónica enjuga su rostro ensalivado y ensangrentado.
Y me dije: No puedo malgastar mi vida así, no puedo resignarme a ser tan solo espectadora del horror, quiero ponerme en camino, quiero ser Verónica en el calvario de este mundo desesperanzado.
En el rostro de Jesús sufriente en aquella mujer, vi el dolor de la humanidad que entraba también en mi corazón. El Espíritu me impulsaba a seguir al Señor que, «por su gran misericordia, para salvarnos, estuvo en los mismos lugares, en la misma situación y en los mismos ambientes donde nosotros habíamos perdido la vida»[9].
Años más tarde, sentí que el Señor confirmaba esta llamada y misión cuando tomé el nombre de Verónica en mi paso al noviciado.
En 1984, arrasada por el Espíritu, ingresé en el monasterio de las clarisas de Lerma, en España, con 18 años de edad. ¡Verdaderamente la llamada de Dios es potente! Solo sabía que Cristo era mi inseparable vivir[10]. Él, sin yo saberlo, iba tomando posesión de mí.
Entré dispuesta a todo; llevada también por ese idealismo juvenil, me puse en camino como si la santidad fuera una meta heroica, como si fuera yo la que tenía que alcanzar a Dios con mis frágiles fuerzas y darle gloria. Pero mi camino se fue impregnando de tintes negativos que hacían resaltar más el esfuerzo personal, la huida del mundo, el rostro doloroso de la virtud, el morir constante, el desaparecer tú para llegar a Dios; como si yo viera la vida más como muerte y renuncia que como plenitud. Me ahogaba la visión negativa del cuerpo, el menosprecio de la carne en confrontación con el alma, tan abundante en las lecturas del momento y en no pocos discursos. Incluso aquella llamada de compasión por el hombre iba quedando un tanto oscurecida.
Pero no me podía conformar; algo en mi interior me hablaba de la dignidad de mi carne y de una sed de plenitud que no podía ser un castigo, que anhelaba ser colmada. Mi corazón inquieto se debatía entre esa comprensión de la fe y la sed de vida, de belleza, de comunión que yo sentía.
Es evidente que un abismo me separaba aún de san Ireneo. Escuchaba el fluir de la Fuente, pero necesitaba hacer un largo recorrido hasta comprender que tan imposible para mí es crearme como llevarme a plenitud, hasta descubrir que Dios reclama el servicio de los hombres para otorgar bienes a cuantos perseveran en el seguimiento[11]. Queriendo seguir a Cristo, me encontraba como el ciego Bartimeo, mendigando al borde del camino, sin acertar a entrar en él.
Por misericordia de Dios, se me fue abriendo suavemente el horizonte al estilo divino: «A Dios, en efecto, no le es propia la violencia»[12], se manifiesta como una brisa suave que lo invade todo, como una visita mansa y redentora que se adecua al ritmo de la criatura.
Quizá mi primer despertar fue el testimonio de una hermana anciana de mi comunidad que, sin ella pretenderlo, preparó mi corazón hacia Ireneo. ¿Cómo? Con el testimonio de su propia vida.
Apenas sabía leer y escribir, pero tenía el ánimo dispuesto para creer en Jesús y una familiaridad extraordinaria con el Señor. Llenaba sus horas con Dios, hora tras hora, inmóvil, con quietud, como si tuviese los ojos citados con el Esposo y siempre con una serena sonrisa.
Esta hermana que Dios me regaló bien podía ser, después de siglos, de la misma familia que el anciano Simeón. Ya en el umbral de la eternidad, a punto de entonar su nunc dimittis, con las manos llenas de Cristo y el corazón roto y dispuesto para consolar a Cristo porque «el Amor no es amado»[13], vivía esperando con fe inquebrantable ver a su Dios, o quizá… ¿lo estaba viendo ya?
Un día, yo era novicia, no tendría más de 20 años, me dijo:
–¿Por qué tienes ese rostro tan turbado?… Mírale a Él –y me señalaba el Santísimo–. ¿Pero no ves a nuestro Señor Jesucristo?
Y ante mi cara escéptica insistía:
–Lo verás, sin duda alguna, Él quiere que lo veas.
Ciertamente yo no veía al Señor, pero la autoridad de su vida y de su caridad me impulsó a suplicar la misma gracia de vivir y ver lo que ella vivía y veía.
La verdad es que al mirarla sentía envidia; y yo me preguntaba: ¿Qué será tener los cinco sentidos de Jesús?… ¿Qué será ver en Él, escuchar en Él, abrazar en Él, gustar e inspirar el aroma de Dios?
Buscando respuesta a mi sed, devoraba los libros de la biblioteca. Al leer las vidas de los santos, la santidad se me hacía cada vez más imposible e inalcanzable; no me sentía capaz de tal batalla.
Un día, entre los libros, encontré uno del teólogo Von Balthasar y leí: «Bodas y gloria van juntas. Ha inventado la maravilla de la Eucaristía: Él está en ti y tú estás en Él. Una fiesta de bodas: un cuerpo se da en sacrificio a otro cuerpo eucarísticamente. Sucede el milagro por el que el amor divino y el humano se encuentran, más aún, existen el uno en el otro. Pues en el Espíritu Santo, los dos cuerpos –el del creyente y el de Cristo– son ya nupcialmente una sola carne»[14].
Von Balthasar citaba muy frecuentemente a un santo del siglo II: «La teología de Ireneo no deriva del saber erudito sino de una mirada creadora; comienza con el ver. Ver a Dios es el signo distintivo de los creyentes. Esta es la gloria del hombre: perseverar y permanecer en el amor sumiso al Dios que obra, que todo lo dispone para el hombre por amor. En el paciente estar ante Dios consiste toda la fatiga y la virtud cristiana»[15].
Al ver que eran citas de san Ireneo, pensé: Pero… si este es el santo del Breviario que tanto me llamó la atención cuando leí: «El hombre por sí mismo no puede ver a Dios, pero Dios, libremente, por amor al hombre se deja ver en su Hijo, cuando Él quiere y como Él quiere. Los hombres, pues, verán a Dios y vivirán»[16].
De la mano de Von Balthasar fui conociendo a Ireneo. Comencé a leer algunas páginas de este Padre de la Iglesia. Me fascinó su antropología, que aborda directamente el misterio divino del hombre de barro, la belleza y armonía de la verdad sobre Dios, el hombre y la creación. El encuentro con san Ireneo fue una ‘revolución cristiana’. No es que el cristianismo que antes vivía no fuera auténtico, pero san Ireneo me hizo repensar la fe, replantearme la manera de ver y vivir el cristianismo. Imaginaos el ‘impacto vital’ cuando descubrí:
– que nuestra carne está destinada a ser teofanía de la gloria de Dios. En la criatura se hace presente su Bondad, Verdad y Belleza.
– que Dios no creó sino que estamos siendo creados, que el hombre no fue hecho sino que estamos siendo hechos. ‘Dejarse hacer’ es el gozo de la criatura que, reclamada por el Amor, responde libremente con una docilidad más grande.
– que la debilidad de la carne hace brillar la victoria de Dios, su sabiduría y su poder.
– que no falla el Amor, no falla el Arte de Dios, no falla la Luz; falla quien, endurecido e ingrato, desprecia el Arte y la Vida de Dios.
– que el barro sediento recibe, como lluvia venida del cielo, el Espíritu de Dios, que le humedece y ablanda y le torna dócil a su obrar.
– que los discípulos que abandonaron todo por el Señor y su alianza reciben como herencia al propio Señor.
Yo, que me peleaba contra la carne, como si la solución fuera vivir un cristianismo desencarnado, espiritualista… Y sin embargo «la carne, lo humano en su debilidad, lejos de ser enemiga del Espíritu, es portadora del mismo»[17].
Y un texto me desarmó por entero… «que tu Dios, tu Creador, te unge por dentro y por fuera, te adorna y te embellece de tal manera que el propio Rey llegue a codiciar tu hermosura»[18]. ¡Qué predilección de amor experimentaría san Ireneo para hacer esta afirmación: tu Creador codicia tu hermosura!
Paso a paso, Ireneo me ayudó también a comprender y reconciliar mi pasado como una historia de salvación: mi creación, salida de las Manos de Dios, no ha sido abandonada a su inercia o a su propio dinamismo. ¡Mi creación indigente es capaz de Dios, abierta al fluir constante del Espíritu! ¡Qué descanso!… mi creación de barro no está acabada, no es una realidad autosuficiente y cerrada, sino que está siendo hecha a semejanza de Cristo: «Dios estaba totalmente absorto y ocupado en modelar aquel ínfimo barro que se encontraba entre sus Manos. El amor mismo le inspiraba los rasgos que quería conferir al hombre, porque Cristo mismo era el pensamiento de cuanto expresaba el barro, que ya entonces se revestía de la futura imagen de Cristo encarnado»[19], escribía Tertuliano en el siglo III. Dios está lleno de gozo al crear, un amor de gratuidad que goza con la obra de sus Manos. ¿Cómo podría entonces no valorar ni amar mi creación? El hombre no responde a una necesidad de Dios; Dios me desea por mí misma, soy amada por puro amor.
Casi sin darnos cuenta, nuestra comunidad se iba disponiendo para acoger un carisma naciente, en trato asiduo y continuo con san Ireneo, como una tierra cultivada pacientemente por el Espíritu.
Don Eugenio Romero, testigo del don que fue aconteciendo en nuestra comunidad, nos escribió en una carta próxima a su pascua definitiva: «Tengo para mí, queridas hermanas, que algo muy nuevo está apareciendo con vosotras… Es Él el que se acerca con las que llaman a vuestra puerta. Él las trae y las atrae. Dejad que entren para que vean con sus propios ojos la atracción irresistible del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, la fuerza del cielo. Dejad que amen al Amor y que Él sea el amén de vuestras vidas…»[20].
Para expresar con inmensa sorpresa y gratitud el florecer de vocaciones que se dio a partir del año 1994 en nuestra comunidad, me valgo de la analogía que hace san Ireneo[21] con el pasaje evangélico donde está el cadáver, se congregarán los buitres[22]. De todas partes convoca Dios a sus hijos… como había profetizado Isaías: Traeré a mis hijos de lejos y a mis hijas de los confines de la tierra; a todos los que fueron llamados en mi nombre, a los que para mi gloria creé, plasmé e hice (Is 43, 6-7).
Al grito de la sed de Cristo Crucificado, Tsajenà[23], aparecían desde lejos mis hermanas que, como águilas, se lanzaban a formar coro en torno al cuerpo entregado de nuestro Salvador; revoloteaban en torno al Rey. El cuerpo glorioso de Jesús las atraía hacia sí; su gloria se derramaba en ellas.
Ungidas volaban alto a impulsos del Espíritu donado a su carne. Dóciles a la gracia que salva eran congregadas para nutrirse y beber de la llaga del costado, fuente de salud y de comunión.
Nuestras Constituciones contemplan que «la vida de las hermanas quiere ser por entero abrazo esponsal, permanencia en la alcoba del Esposo, en el Cuerpo de Cristo acogido, abrazado y entrañado en la Eucaristía»[24].
Fascinadas por la belleza de Cristo virgen, pobre y obediente, Él las congrega a vivir en alianza nupcial. El Espíritu del Ungido, «beso de resurrección, las configura con los sentimientos de Cristo virgen que, por ser solo del Padre, fue para todos; con Cristo pobre que eligió no tener donde reclinar la cabeza; con Cristo obediente al designio de Dios hasta la muerte por amor»[25].
Así, «lejos de concebir nuestra consagración como renuncia, la abrazamos como el don incomparable mediante el cual quiere Dios enriquecernos y colmarnos con la unción del Espíritu hasta hacernos una sola carne con Cristo»[26].
Abrazadas al Cuerpo de Cristo, Vida nuestra, el Espíritu nos mueve a la comunión, «nos hace capaces de llegar a amar con una altura, anchura y profundidad que jamás podríamos darnos a nosotras mismas, y descubrimos con asombro que nuestra consagración no se cumple sino en la comunión que el Señor construye.
La comunión se hace misión: nuestra casa se siente llamada a ser hogar con entrañas de Eucaristía, donde se vive del misterio del Pan partido y de la Sangre derramada por la vida del mundo; llamada a ser casa encendida donde se espere siempre al hijo que vuelve desorientado, malherido; posada donde el Buen Samaritano siga ofreciendo descanso y sanación»[27].
El 8 de diciembre de 2010, el Papa Benedicto XVI dio su aprobación a Iesu Communio[28]. En el año 2015, las hermanas solicitamos, con un mismo sentir, que san Ireneo fuese el Patrono de nuestro Instituto. La Congregación para el Culto divino nos lo confirmó con estas palabras: «Que tan excelso patrocinio contribuya a suscitar un verdadero anhelo de santidad».
Los planes de Dios son sorprendentes, infinitamente más altos que los nuestros. El Espíritu siempre nos ha precedido con su creatividad y generosidad, que todo lo hace de un modo inesperado y de la forma nunca imaginada. Avanzamos con la plena confianza de que el que inició esta obra la llevará hasta el fin, conscientes de que el don de Dios es a la vez promesa y tarea.
Cuando pienso en el nacimiento de Iesu Communio y en otras realidades eclesiales que a lo largo de los siglos ha suscitado el Espíritu Santo, se me hace presente la incomparable ternura y caridad de Dios, y me viene el recuerdo del pasaje que comenta san Ireneo en su libro IV, donde ve el amor de Cristo por su Iglesia prefigurado en la predilección de Jacob por Raquel: «Todo lo hacía Jacob por la joven de hermosos ojos, Raquel, que prefiguraba a la Iglesia, por la cual padeció Cristo»[29]. Tan enamorado estaba Jacob de Raquel que supo pasar por todo para desposarla, trabajó y aguardó largos años que por amor le parecieron unos pocos días. Por amor a la Iglesia, Cristo pasó por todo, hasta por una muerte de cruz, para desposarla, embellecerla, santificarla, y por medio del Espíritu le ha dado bellos ojos, sus propios ojos, para ver la vida en su verdad y para que incluso pudiera ver a Dios mismo.
Es indescriptible lo que supuso la llegada de san Ireneo a nuestra vida. De él aprendemos a hacer carne el Evangelio, a sumergirnos en su riqueza insondable y a contemplar en la Encarnación cómo el Hijo de Dios, el Maestro, se hace discípulo para enseñarnos la vida misma de Dios. Dios se abaja a la pequeñez de su criatura y se nos da como podemos verlo y escucharlo.
Hay tardes enteras en que las hermanas compartimos el Evangelio a la luz de las claves de san Ireneo, como si quisiéramos ‘asaltarlo’ en su cielo para lanzarle tantas preguntas… Deseamos saber lo que entraña cada palabra nacida de su contemplación, sus silencios de espera y escucha que dejan hablar al Espíritu, tratar de captar lo que tan solo insinúa entre líneas. No queremos dejar caer ni una sola palabra por tierra. Y alguna novicia más atrevida le pide que nos desvele alguna de esas novedades que se conversan en la casa del Padre[30], como él había intuido.
Suplicamos su mirada ungida de Dios para ver, como él, a Dios mismo. Porque el Amor quiere tener a la vista al Amado, contemplar largamente la Persona humano-divina de Jesús, conocer cómo vivió en la tierra, cómo miraba, cómo escuchaba, cómo enseñaba, cómo se compadecía de la multitud, sus milagros, cómo se retiraba a orar, sus noches de oración con el Padre. Contemplar su Humanidad inclinada a los pies de los suyos, mirar al que traspasaron en el leño del martirio… ¡Ver al Resucitado caminando en nuestra tierra!
Afirmaba Ireneo: «No cesaremos nunca en el amor a Dios, sino que cuanto más le contemplemos más le amaremos»[31].
Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre (Hb 13, 8).
¡Es tan estremecedor el avance del cristianismo que, impulsado por el Espíritu, se ha ido transmitiendo en una cadena ininterrumpida de comunión eclesial desde los apóstoles hasta hoy! Jesús llegó a nuestra vida a través de María y del Evangelio de los Doce.
Los creyentes estamos enraizados en una larga historia de testigos, de generaciones que han obedecido al Espíritu, han abrazado, profesado, vivido y transmitido lo que los apóstoles oyeron, vieron y tocaron: al Verbo de la Vida (cf. 1 Jn 1, 1).
Policarpo recibió el Evangelio de Juan, el discípulo amado, y de los demás apóstoles que vivieron con nuestro Señor; e Ireneo recibió el Evangelio de Policarpo. Tanto sorprendió al joven Ireneo el encuentro con este cristiano vivo, radiante, que él mismo testimonia: «Lo que aprendí de niño ha crecido con mi alma y se ha hecho uno con ella, tanto que puedo incluso decir el lugar en el que Policarpo hablaba del Señor, su ir y venir, su forma de vivir, su aspecto físico, los discursos que hacía al pueblo, cómo describía sus relaciones con Juan y con los otros discípulos que habían visto al Señor y cómo recordaba las palabras de unos y otros. Lo escuchaba todo con atención y lo anotaba pero no en papel sino en mi corazón y, por la gracia de Dios, siempre lo estoy meditando fielmente»[32].
«Lo que hizo san Ireneo a lo largo de su vida no fue más que dejar que creciera y madurara lo que había sido sembrado en su alma de niño; no dejó que se ahogase la semilla que plantó en su interior el bienaventurado Policarpo, discípulo del Señor»[33].
También nosotras hemos tenido y tenemos ‘nuestros Policarpos’ más cercanos. En el año 1998 llegaron a nuestra casa el maestro y el profesor, como algunos los denominaban, que iban a Loyola a visitar al padre Orbe. El padre Orbe era el sabio; el maestro, D. Eugenio y el profesor, Ayán. Y después conocimos a discípulos de ellos, es decir, de Ireneo.
Ellos han sido grandes maestros, grandes porque permanecen siempre discípulos, que nos enseñan a aprender. Nos han hecho «gustar los tiempos de la Iglesia naciente, aquellos tiempos en los que, como dice san Ireneo, todavía resonaba la predicación de los Apóstoles, aquellos tiempos en los que la sangre de Cristo todavía estaba caliente, y en los que la fe ardía con toda viveza en el alma de los creyentes»[34]. Y sobre todo nos alentaron y confirmaron en nuestro peregrinar: «Dejaos amar por los Padres de la Iglesia, amadlos, y no tengáis prisa, ellos os marcarán el ritmo de vuestra vida. Se os harán tan cercanos y familiares hasta el punto de pensar que os han estado esperando desde siempre; o mejor, que la Providencia los tenía preparados para vosotras. Mirad con sus ojos, los de los Santos Padres, para que, confundiéndose vuestros ojos con los de aquellos testigos, podáis contemplar un horizonte inimaginable, inesperado, increíble. Que vuestra mirada sea la de los que le han mirado y exultado. Tengo la convicción de que vuestra casa es un lugar escogido para vibrar con la permanente novedad de la Gran Tradición»[35].
Hemos sido insertadas en una larga ‘cadena de síes’, de personas concretas que tienen nombre, que tienen rostro y que nos han engendrado a la Vida de Cristo y de la Iglesia. Nuestro agradecimiento inmenso a nuestro incansable e incondicional profesor Juan José Ayán. Lo primero que nos advirtió fue que la teología de san Ireneo es una teología para ser vivida, así es un canto a Dios creador. Su único deseo es que encarnemos el don que ha cogido su vida por entero.
No puedo dejar de nombrar a la que ha sido guardiana y custodia de este carisma de comunión, la Madre Blanca, colaboradora materna de las manos de Dios[36], que nos ha formado y sostenido. Y a mis hermanas e hijas de carisma, con quienes Dios ha entretejido mi vida para avanzar en el seguimiento de Cristo Esposo hasta el fin.
Ojalá seamos dignas de tales padres y madres que nos han precedido y nos han pasado la antorcha para que siga extendiéndose el fuego de Cristo. El mundo de hoy nos sigue lanzando el mismo desafío que en otro tiempo a los apóstoles, la eterna petición de todas las generaciones: Queremos ver a Jesús (Jn 12, 21). Tantos a nuestro alrededor no abrirán jamás las páginas del Evangelio, pero mirarán nuestro vivir. ‘Queremos ver a Jesús a través de vuestra vida y después escucharemos vuestras palabras’.
La sólida verdad de la Iglesia se testimonia por la comunión. La comunión es el distintivo de los discípulos de Cristo, el más bello testimonio y el más poderoso atractivo.
Antes de finalizar, un atrevimiento. He preguntado a san Ireneo cuál sería hoy su alegría y su tristeza. Creo intuir que él no quiere un aplauso a su persona o a su doctrina; su mayor tristeza sería que nos limitásemos simplemente a contar las hazañas que hicieron los santos, a aplaudir a los que viven, en vez de ser la alegría del Padre: ser hombres y mujeres vivientes.
El Rey, manso y humilde, entra en su ciudad amada… Apenas divisó Jerusalén, rompió a llorar con palabras maternales y tiernas: ‘Cuántas veces he querido reunir a mis hijos como una gallinita reúne a sus polluelos bajo sus alas… y tú no quisiste (Mt 23, 37). Cuántas veces, repetidas veces, muy a tiempo te visité con la gracia de mi libertad, pero tú no quisiste reconocer mi visita. He querido cobijaros bajo mis alas protectoras, estrecharos contra mi corazón, reuniros en unidad, pero no habéis querido. No tenía para ti este designio de aflicción, pero tú no has querido tener parte conmigo. Ojalá comprendieras hoy el camino que conduce a la paz y al descanso, pero ahora está oculto a tu vista (Lc 19, 42). Frente a mi insistente voluntad salvadora, tu insistente negativa. Y ahora te encuentro en ruinas, deshabitada, zarandeada por el enemigo, desolada, tus hijos dispersos como ovejas sin pastor. ¿Qué más pude hacer por la niña de mis ojos? Mi Hora está cerca… conviene que siga adelante hoy, mañana y pasado (Lc 13, 33)».
El Rey avanza en solitario hacia la Pasión, se adelanta a entregarse en nuestras manos, pronto será coronado y entronizado en la cruz.
María acompaña al Hijo en su vía crucis, dolorosamente unida a su sacrificio. La misión de la Madre es inseparable de la del Hijo. La Madre aprendió de Jesús a aguardar la Hora fijada por el Padre, tan largamente esperada. Ella, en otro tiempo con una ‘prisa intempestiva’[37], suplicó el vino nuevo deseosa de que los hombres participaran del cáliz eucarístico que su Hijo había de dar a los suyos; suplicó la promesa de Dios: el bautismo en Espíritu Santo y fuego.
El ruego de la Madre se perpetúa en la Iglesia. Los mejores hijos del grande y glorioso Cuerpo de Cristo[38] bebieron el cáliz de la Pasión. Bien conoce la Iglesia que peregrina en Lyon el amor hasta el extremo y la esperanza que animaba a sus mártires al derramar su sangre: Que ninguno se pierda (Mt 18, 14). Sigue viva la súplica de Cristo acogida hasta dar la vida en los que lo aman: Ruego por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en Mí, para que todos sean uno. Como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros (Jn 17, 20-21).
Querida Iglesia de Lyon, estás muy presente en nuestras oraciones y, con un solo sentir, con una misma sed, aguardamos expectantes la meta de nuestra esperanza: el cielo nuevo y la tierra nueva que un día llegará a ser esta creación inacabada. Su destino es fundirse en abrazo para siempre con la Jerusalén celeste, tatuada en las Manos de Dios, el Hijo y el Espíritu Santo, que Juan, en el Apocalipsis, vio descender como esposa engalanada para su esposo, resplandeciente con la gloria de Dios (cf. Ap 21). Así, el cosmos llegará a ser la ciudad eterna en la que Dios habitará por siempre con los santos[39].
El Espíritu y la Esposa gimen: «¡Ven, Señor Jesús!».
[1] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 20, 7.
[2] Constituciones del Instituto Iesu Communio.
[3] Fórmula de la profesión religiosa en el Instituto Iesu Communio.
[4] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 20, 5.
[5] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 31, 3; 33, 9; J. J. Ayán, Para mi gloria los he creado.
[6] Constituciones del Instituto Iesu Communio.
[7] Cf. Ireneo de Lyon, Epideixis 16.
[8] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 39, 1.
[9] Ireneo de Lyon, Epideixis 38.
[10] Ignacio de Antioquía, A los Efesios 3, 2.
[11] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 14, 1.
[12] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 37, 1.
[13] San Francisco de Asís.
[14] Cf. H. U. von Balthasar, Gloria. Nuevo Testamento; Corazón del mundo.
[15] Cf. H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica.
[16] Oficio de lectura.
[17] D. Eugenio Romero Pose, Anotaciones sobre Dios uno y único.
[18] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 39, 2.
[19] Tertuliano, De resurrectione 6, 1-5.
[20] Carta a la Madre Verónica de D. Eugenio Romero Pose, obispo auxiliar de Madrid, teólogo y patrólogo, fallecido el 25 de marzo de 2007.
[21] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 14, 1; P. Orbe, Parábolas evangélicas II.
[22] Mt 24, 28.
[23] Jn 19, 28. Transcripción fonética del término arameo Tengo sed.
[24] Constituciones del Instituto Iesu Communio.
[25] Constituciones del Instituto Iesu Communio; J. J. Ayán, ¡Qué bueno es sentir sed de Dios!
[26] Constituciones del Instituto Iesu Communio.
[27] Constituciones del Instituto Iesu Communio.
[28] «El nombre del Instituto Iesu Communio quiere expresar la comunión trinitaria revelada y manifestada en la persona de Jesús que, mediante el don del Espíritu Santo, crea la comunión eclesial, de la que la vida del Instituto quiere ser testimonio vivo»: Constituciones del Instituto Iesu Communio.
[29] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 21, 3.
[30] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías V, 36, 1.
[31] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 12, 2.
[32] Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica V, 20, 6-7.
[33] D. Eugenio Romero Pose.
[34] H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia.
[35] Carta de D. Eugenio Romero a la Madre Verónica.
[36] Plan de formación del Instituto Iesu Communio.
[37] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 16, 7.
[38] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 33, 7.
[39] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías V, 35; J. J. Ayán, La promesa del cosmos.