Vivir del Espíritu
Índice
- La fascinación por Ireneo
- Encarnación y Unción
- Se hizo lo que nosotros
- La carne ungida, preludio de la Resurrección
- La carne gloriosa de Cristo, manantial del Espíritu Santo
- Establecido para dar fruto
Vivir del Espíritu. San Ireneo, un testigo ayer y siempre
La archidiócesis de Lyon, dentro de un ciclo de conferencias dedicado san Ireneo, nos pidió a Madre Verónica y a mí un testimonio a dos voces sobre la relación entre el nacimiento del nuevo instituto religioso de vida consagrada contemplativa Iesu Communio y san Ireneo de Lyon, entre una forma de vida religiosa aprobada por la Iglesia en el siglo XXI y un obispo de Lyon del siglo II. He de decir que en este testimonio a dos voces, yo, un cristiano laico no perteneciente al mencionado instituto religioso, aparezco un poco fuera de lugar al lado de la fundadora de Iesu Communio, por más que con esta realidad me vincule no solo un mutuo aprecio y afecto sino también una historia de fascinación por la espiritualidad del gran obispo de Lyon, nacido todo ello al hilo de los cruces de caminos de algunas historias personales que solo podemos describir con gruesas pinceladas, sin descender al detalle. Pero la mirada cristiana sobre los acontecimientos intuye la presencia de unas Manos que tejen la historia sin prescindir del hilo de nuestra libertad.
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La fascinación por Ireneo
Mi fascinación por Ireneo comenzó cuando yo, un estudiante universitario de filología, comencé a adentrarme en los estudios teológicos y tuve como profesor de Patrología a D. Eugenio Romero Pose, uno de los discípulos más queridos –si no el más– del jesuita Antonio Orbe, que durante muchos años desarrolló su tarea de enseñanza e investigación en Roma, en la Universidad Gregoriana. Don Eugenio me inició en el conocimiento de Ireneo y me hizo entrar a fondo en la enorme investigación realizada por Antonio Orbe a propósito del obispo lionés, de sus adversarios teológicos, de sus fuentes e influjos. La lectura y el conocimiento de Ireneo me hicieron seguir los cursos de la Facultad de Teología sin dejar de mirar de reojo al pensamiento de Ireneo, lo que me conducía en no pocos momentos a mantener una actitud recelosa respecto a la enseñanza recibida en los cursos regulares del ciclo de estudios teológicos. Tenía la impresión de que la teología y la espiritualidad escuchada en las aulas se habían olvidado de hitos fundantes e imprescindibles de la historia de la salvación que, sin embargo, constituían la trabazón de la teología de san Ireneo, hitos sin los cuales el discípulo de Policarpo se difuminaría en la mediocridad de tantos otros.
Con el paso de los años fui llamado a Madrid para hacerme cargo de la enseñanza de la Patrología en el Centro de estudios teológicos dependiente del arzobispado de Madrid, hoy Facultad de Teología; pocos años después, D. Eugenio Romero Pose, el que había sido mi profesor de Patrología, era nombrado obispo auxiliar de Madrid, con lo que nuestra relación, aún viva desde mi época de alumno, se hacía más intensa por la cercanía geográfica y por la nueva tarea de iniciar en Madrid un bienio de especialización en estudios patrísticos; por otro lado, un par de años antes, el padre Orbe había caído enfermo y se había retirado a la residencia que los padres jesuitas tienen junto a la casa natal de san Ignacio en Loyola. Varias veces al año, D. Eugenio y yo –en algunas ocasiones se sumaba alguien más– viajábamos a Loyola para visitar a quien considerábamos nuestro maestro en el ámbito de la Patrología. A esas confluencias se sumó la decisión de la hija de unos amigos de ingresar en un monasterio de vida contemplativa que, al estar a medio camino entre Madrid y Loyola, nos permitía compartir algunos momentos con una comunidad en la que se podía observar un florecimiento vocacional bajo la guía atenta de la Madre Verónica y de la Madre Blanca que velaban por la formación de unas jóvenes llenas de inquietud y de pasión y daban testimonio de una experiencia espiritual profunda. Con este motivo, nos invitaron insistentemente para que les diésemos a conocer la espiritualidad de los Padres de la Iglesia y manifestaron una especial sensibilidad y casi connaturalidad con el pensamiento de Ireneo de Lyon. De allí continuábamos camino hacia Loyola donde conversábamos largamente con el gran estudioso Antonio Orbe. A lo largo de su vida había escrito varios miles de páginas de carácter académico y científico dedicadas a san Ireneo. Y, sin embargo, él, con frecuencia, nos preguntaba y seguía con interés la acogida de otro tipo de obras que él había escrito para dar a conocer de otro modo las riquezas espirituales de los Padres de la Iglesia de modo que pudieranacompañar el camino espiritual y alimentar la oración de los creyentes que jamás leerían sus elevadas investigaciones académicas[1]. En esas obras, sin pretensiones científicas y desconocidas por lo general en ámbito académico, es posible percibir cómo san Ireneo influyó e hizo evolucionar la espiritualidad personal del jesuita Antonio Orbe. Yo me sentía muy cercano a esa evolución. Es bien sabido cómo Ignacio de Loyola abre su libro de los Ejercicios Espirituales con una meditación que lleva por título «Principio y fundamento»: «El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su alma». En el año 1989, Antonio Orbe publicó un libro titulado «Espiritualidad de san Ireneo» donde se permitía imaginar cuál sería el Principio y fundamento de la historia de la salvación según Ireneo y lo proponía de la siguiente manera: «El hombre es creado, en su cuerpo, para ser ‘dios’, en comunión de vida con el Padre, a imagen y semejanza de Cristo glorioso»[2]. O de otra manera, Dios ha creado al hombre con un cuerpo y lo ha destinado a ser portador de la gloria de Dios a imagen y semejanza de Cristo glorioso. De otra manera todavía: Dios ha creado al hombre con un cuerpo para hacerse su servidor a lo largo de la historia de la salvación y hacerlo portador de sus bienes y de su gloria.
Las reiteradas visitas al P. Orbe nos permitieron conocer cada vez mejor a aquella comunidad de religiosas contemplativas que convertían su existencia en una acción de gracias, en una ‘eucaristía’, por el bien que Dios derramaba en sus vidas, suscitando cada día más el interés y la afluencia de grupos de personas perplejas ante unos rostros resplandecientes. Con frecuencia, amigos y familiares, conocidos y desconocidos, acudían a la espera de un testimonio de renuncia y aislamiento, pero se hallaban con la presencia de rostros radiantes que hablaban de gozo, de paz, de comunión y compartían en los locutorios la experiencia de la fe. Por otro lado, aquella comunidad encontraba que las palabras y el pensamiento de Ireneo no solo explicaban su experiencia de fe sino que las impulsaba a profundizar y a vivirla con mayor plenitud. Asumían con naturalidad la visión de la historia de la salvación que en el siglo II había desarrollado el obispo de Lyon.
Considero un privilegio haber podido acompañar a las hermanas de Iesu Communio en ese camino, porque no he sido yo quien las ha enriquecido a ellas con mis conocimientos del santo obispo de Lyon. Por el contrario, el modo en que ellas viven la fe ha fortalecido mi firme convicción de la fuerza y belleza de la fe tal como la explicaba Ireneo. Cuántas veces he escuchado a presbíteros y seminaristas decir: «¡La teología de Ireneo es muy bella pero no sirve para vivir!». Y detrás de esa expresión, yo adivinaba una afirmación más terrible: la cruz y el sufrimiento son más fuertes que la gloria de Cristo resucitado, gloria que en todo caso habrá que dejar para el otro mundo. Hay quienes prefieren, en lugar de una vida en continua acción de gracias y entregada dócilmente a las Manos de Dios, la figura del héroe conquistador de metas y altos propósitos, capaz de ingentes sacrificios, campeón de proezas, que hagan valer su testimonio de fe. La afirmación de Ireneo, según la cual «La gloria de Dios es el hombre que vive, y la vida del hombre es la visión de Dios»[3], la postergaban a frase retórica para pomposas conferencias, pero no acababan de ver su relación con la vida de fe que los cristianos hemos de afrontar cada día, en un mundo donde las huellas del mal, el odio, el rencor, la violencia, la ambición, la envidia, la soberbia,… inundan y parecen devastar incluso la esperanza. Y frente a todo ello, la experiencia espiritual de las hermanas de Iesu Communio se alzaba como estandarte que proclama: «La gloria de Dios es el hombre que vive, y la vida del hombre es la visión de Dios»[4].
Las hermanas de Iesu Communio acogían con naturalidad los postulados teológicos y espirituales de Ireneo que, sin embargo, tanto les costaba no ya asumir sino tolerar a otros. Las Constituciones de Iesu Communio, su plan de formación y la misma liturgia de sus profesiones temporales y perpetuas evidencian las huellas de la arquitectura teológica de san Ireneo. No me parece exagerar si afirmo que a través de ellas se podría esbozar un curso sobre el pensamiento del obispo de Lyon, pero, en atención al espacio limitado que se me ha concedido, me centraré en uno de los ejes en que la espiritualidad de Iesu Communio comulga con la de san Ireneo: vivir de la Unción. Soy consciente de que para buena parte de los cristianos esa afirmación apenas les diga nada o incluso pueda originar explicaciones que nada tienen que ver con lo que Ireneo pensaba al afirmar que los hombres son salvados participando de la abundancia de la Unción de Cristo[5].
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Encarnación y Unción
Pocos como san Ireneo han sido capaces de profundizar en la idea que tantos siglos después ha expuesto el Concilio Vaticano II: «El misterio del hombre solo se esclarece en verdad a la luz del misterio del Verbo Encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor»[6]. No quiero insistir en asuntos que considero suficientemente desarrollados en sesiones anteriores, por lo que abrevio las consideraciones en torno a esta idea. Las Manos de Dios, expresión con la que Ireneo se refiere al Hijo y al Espíritu Santo, no modelaron a Adán sin pensar en la encarnación del Hijo. Por eso, el hombre aun en lo visible, en su carne, es imagen de Dios[7]. Afirma Ireneo que «en los tiempos pasados ‘se decía’ que el hombre había sido hecho a imagen de Dios, pero ‘no se podía ver’, pues todavía era invisible el Verbo a cuya imagen había sido hecho el hombre»[8]. Esa verdad solo se pudo constatar cuando las Manos del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, culminaron al Hombre viviente y perfecto que es Jesucristo para que Adán fuera hecho a imagen y semejanza de Dios[9]. El Hombre viviente y perfecto, Jesucristo, no se explica, según Ireneo, sin la unión personal del Hijo con la humanidad de Jesús en el seno de María y sin la unión dinámica del Espíritu con esa humanidad en el Jordán. El Hombre viviente y perfecto, Jesucristo, llega a serlo en dos momentos íntimamente relacionados: la encarnación en el seno de María y la unción con la plenitud del Espíritu en el Jordán.
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Se hizo lo que nosotros
El Hijo de Dios –afirma Ireneo– «por su amor sin medida, se hizo lo que nosotros para hacernos perfectos con la perfección de Él»[10]. El barro humano no puede conocer con sus fuerzas la intimidad de Dios. Por eso, el Hijo Unigénito de Dios, que conoce la intimidad del Padre (cf. Jn 1, 18), se allana a la situación del hombre, se hace niño con el hombre niño, se hace carne, carne de discípulo, para levantar al hombre a la perfección del Unigénito. «No podíamos nosotros –escribe Ireneo– aprender la cosas de Dios mientras nuestro Maestro… no se hiciese hombre. Tampoco éramos nosotros capaces de aprenderlas, a no ser viendo a nuestro Maestro y oyendo con nuestro oído su voz»[11]. El Hijo de Dios, el Verbo, puede enseñar de muchas maneras, pero el hombre, por ser carne, por su condición carnal, aprende a través de los sentidos de la carne. Ireneo enseña que el Hijo de Dios, antes de su encarnación, había enseñado a los hombres a través de la creación, de la Ley, de los profetas…, pero ahora la carne misma del Hijo de Dios se hace maestra de nuestra carne para que esta aprenda cómo se alcanza la plenitud según el designio de Dios.
De María, tierra virgen, el Verbo asumió una carne verdaderamente humana, sin pecado, dispuesta a recorrer el camino hacia la plenitud. Escribe el obispo de Lyon: «Nuestro Señor vino a nosotros en los últimos tiempos, no como Él podía, sino como podíamos nosotros verle… Por ello se aniñó el Verbo de Dios con el hombre…, no a causa de Él sino de la infancia del hombre, para que el hombre pudiera aprehenderlo»[12]. En la carne del Hijo, la gloria de Dios se adapta a nuestra situación de peregrinos que flaquean en su búsqueda, se acomoda a nuestros balbuceos; en la carne del Hijo, la gloria de Dios se traduce a nuestro modo de ser: «El Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo hombre, para acostumbrar al hombre a percipere (a percibir, a captar, a sentir, a gustar, a saborear, a ver) a Dios y acostumbrar a Dios a que habite en el hombre»[13]. Es una de esas grandes intuiciones de Ireneo: En virtud de la encarnación, el Hijo de Dios, en cuanto habita en el hombre y entre los hombres acostumbra al hombre a percipere (a percibir, a captar, a sentir, a gustar, a saborear, a ver) a Dios y da a conocer de hombre a hombre, de carne a carne, el conocimiento que, como Hijo, tiene de Dios. Pero además, al hacerse hombre, acostumbra a Dios a habitar entre los hombres como hombre pasible y perfectible, de tal modo que el hombre aprenda a vivir en obediencia a Dios viendo cómo la propia carne del Hijo de Dios vive en obediencia a Dios. Dios se acostumbra en la carne del Hijo a vivir como hombre obediente y enseña así a los hombres a vivir en obediencia a Dios.
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La carne ungida, preludio de la Resurrección
Ahora bien, la carne de Jesús conoció también el camino por el que la carne es capacitada gradualmente para ser portadora de la gloria de Dios. En el Jordán, la plenitud del Espíritu Santo se unió dinámicamente a la carne de Jesús, entró en comunión con la carne de Jesús para hacer de su humanidad una humanidad ungida con la plenitud del Espíritu. El obispo de Lyon distingue muy bien los momentos: el momento de la encarnación por el que el Verbo encarnado es llamado Jesús y el momento de la unción por el que recibe el título de Cristo a causa de la unción de su humanidad[14]. La plenitud del Espíritu Santo se irá apropiando de la carne de Jesús para hacerla progresivamente carne del Espíritu, carne de Dios. Y de esta manera el Espíritu se habitúa a morar y descansar en la carne de los hombres para que cumplan el querer de Dios. Los hombres viejos, herederos de Adán, aprenderán bajo la guía del Espíritu a configurarse con el hombre nuevo que es Cristo[15]. Escribe Ireneo: «El Espíritu de Dios descendió sobre Él… para que fuéramos salvados participando de la abundancia de su unción»[16]. La salvación es participar de la abundancia de la Unción de Cristo; Jesús es ungido para que luego sus hermanos, los hombres, participen de esa Unción.
La gesta de las gestas aconteció en la mañana del primer domingo de Pascua cuando el Espíritu de Dios actuó sobre la más grande de las fragilidades: un cuerpo muerto depositado en un sepulcro. En la primera Pascua cristiana, ante las mujeres que le seguían y ante sus discípulos aparecía la humanidad del Hijo de Dios, la nacida de María, la ungida con la plenitud del Espíritu en el Jordán, la crucificada a las afueras de Jerusalén, la sepultada en un huerto cercano, pero ahora aparecía transfigurada por el Espíritu, llevada a plenitud. La carne de Jesús, despreciada, humillada y muerta, era por la resurrección teofanía de la gloria de Dios, carne de Dios. Ante los discípulos aparecía realizado el designio originario de Dios sobre el hombre. Jesús resucitado ilumina el proyecto originario de Dios sobre el hombre: el hombre a imagen y semejanza de Dios. Pero aquella humanidad gloriosa no era el resultado de un proceso natural del ser humano sino el resultado de la acción del Espíritu sobre una carne obediente y dócil a las Manos de Dios. La glorificación de la carne de Cristo no se puede separar de la obediencia que manifestó, especialmente, en los días de su pasión.
En la primera mañana de Pascua, la luz del Padre abrazó la carne muerta de Jesús para colmarla de incorruptibilidad, para mantenerla en victoria continua sobre la muerte y la corrupción, sin menoscabar su condición de creatura en carne. Pero ahora esa carne destila gloria de Dios. Si del seno de María nació Dios hecho carne, del sepulcro se alza una carne hecha Dios, llegando a plenitud el intercambio que se inició en el seno de María, llegando a consumación los desposorios entre la carne y el Espíritu.
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La carne gloriosa de Cristo, manantial del Espíritu Santo
El evangelista Juan testimonia cómo Jesús, en el último día de la Fiesta de los Tabernáculos, había dicho: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí… De su seno correrán ríos de agua viva (Jn 7, 37-38). Y a continuación explica el evangelista: Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado (Jn 7, 39). Las palabras de Juan, Ireneo las explicita de esta manera: Solo Cristo glorioso puede derramar el Espíritu que nos hace hijos de Dios en la humanidad de Jesús. El Espíritu que había ungido y bajado en plenitud sobre la carne Jesús en el Jordán, el Espíritu que se fue apropiando su carne, el Espíritu que en la carne de Jesús se había habituado a vivir en el hombre y entre los hombres, se derrama en Pentecostés sobre la humanidad; y con ese Espíritu llegan a los hombres los aromas filiales de la carne de Jesús para convertir la carne de cada creyente en hijo de Dios y toda carne pueda clamar con Jesús: Abba, Padre. El hombre es así introducido en la vida filial de la carne de Jesús, lo configura con la humanidad de Jesús y va dibujando en él los rasgos del Cristo, del Ungido. El don del Espíritu dilata el corazón del creyente para que ame más. Y de esta manera el don del Espíritu aparece como una anticipación, como arras (realidad y promesa), de la gloria que un día acogerá.
Lo que el bautismo del Jordán para Jesús viene a ser el envío del Espíritu a los discípulos en Pentecostés. Es el Espíritu destinado a introducir todos los pueblos en la novedad de vida de la carne de Jesús. Enseña Ireneo[17] que el Señor prometió el Espíritu que nos haría armonía con Dios. Una multitud de granos de trigo no es una masa ni un pan, sino un puñado más o menos grande de granos de trigo. De la misma manera los hombres tampoco pueden llegar a ser una unidad en Cristo, tampoco pueden configurar un cuerpo con Cristo sin el agua venida del cielo, sin el Espíritu Santo. El Espíritu realiza la unidad eclesial y hace que ésta sea fecunda, portadora de fruto, pero todo ello sería imposible si el Espíritu no adecua el hombre a Dios, si el Espíritu no nos hace armonía con Dios, que es uno y fecundo. El Espíritu de Pentecostés no recrea al hombre como individuo aislado sino como miembro de un cuerpo, como comunión, como cuerpo eclesial.
Dice Ireneo que, «así como el soplo (de vida) fue confiado al hombre modelado del barro, a la Iglesia se le ha confiado el Don de Dios, para que todos sus miembros lo reciban y sean vivificados. Y en ella ha sido depositada la comunión de Cristo (communicatio Christi), es decir, el Espíritu Santo, arras de incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escalera de nuestra ascensión a Dios»[18]. Vivir la comunión de Cristo es vivir del Espíritu Santo que, aunque más grande que ella, en la Iglesia ha sido depositado. Y de esta communicatio Christi, de la Unción de Jesús, las hermanas de Iesu Communio quieren ser un testimonio de vida en medio de nuestro mundo.
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Establecido para dar fruto
El año pasado, más de veinte mil personas, la mayoría jóvenes, pasaron por las dos casas de Iesu Communio para compartir la fe y los sacramentos: no faltan los que se acercan por primera vez a la fe y son muchos los que vuelven a una vida de fe y sacramental abandonada. Y en los últimos años estamos asistiendo en España a la formación de grupos parroquiales y también de grupos de seminaristas que se reúnen semanalmente para reflexionar y traducir en vida la lectura que san Ireneo, obispo de Lyon, hizo del Evangelio. Dice Jesús: Os he destinado para que vayáis y deis fruto (Jn 15, 16). Ireneo sigue dando fruto, y un fruto muy abundante.
[1] Se trata de quince obras de espiritualidad, algunas de las cuales han conocido varias ediciones y que han sido estudiadas por R. Oliva Martínez, El Espíritu Santo en los Misterios en carne, en las obras espirituales de Antonio Orbe, Madrid 2015.
[2] A. Orbe, Espiritualidad de san Ireneo, Roma 1989, 22.
[3] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 20, 7.
[4] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 20, 7.
[5] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 9, 3.
[6] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes 22.
[7] Cf. Ireneo de Lyon, Epideixis 11.
[8] Ireneo de Lyon, Contra las herejías V, 16, 2.
[9] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías V, 1, 3.
[10] Ireneo de Lyon, Contra las herejías V, pref.
[11] Ireneo de Lyon, Contra las herejías V, 1, 1.
[12] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 38, 1-2.
[13] Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 20, 2.
[14] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 9, 3; Epideixis 41.
[15] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 17, 2.
[16] Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 9, 3.
[17] Cf. Contra las herejías III, 27, 2.
[18] Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 24, 1.