Testimonio de la Hna. Ingrid Hernández Surmann publicado en “La Razón” con motivo de la cononización de Juan Pablo II
Pienso en Juan Pablo II y descubro en él una única persona, siempre la misma ante un niño o ante un presidente de gobierno, ante una multitud o solo en su capilla.
¿No es este el secreto de la fascinación que ejercía sobre los jóvenes, sobre mí misma, joven dispersa en un mundo disperso, lleno de reclamos de experiencias fugaces, de planes y proyectos, de ofertas de falsas verdades incapaces de hacer fecunda la vida?
Y, en medio de todo esto, Juan Pablo II, un hombre unificado por un único deseo, una única y decidida orientación, un único amor, una única pasión: Jesucristo; y, porque apasionado por Cristo, apasionado por el hombre.
Cristo vivía en él. Y quienes tuvimos la dicha de conocerle lo experimentamos: Dios mismo nos miraba a través de sus ojos, nos acariciaba con sus manos, nos levantaba e impulsaba con sus palabras ardientes, consoladoras y ‒¿por qué no decirlo?‒ también exigentes.
Me gusta pensar en él con los versos que el mismo Juan Pablo II firmó: “¡En qué profundidad echabas tus raíces! ¡Insospechada hondura!”.
Juan Pablo II vivía anclado en el amor de Cristo y, por ello, ardía en deseos de que nadie se perdiera tal plenitud. Sus palabras querían arrastrarnos y zambullirnos en esa profunda intimidad con Cristo: “Jóvenes, solo Dios es capaz de saciar la sed de vuestros corazones, solo Él conoce lo que hay dentro del hombre, solo Él tiene palabras de vida, sí, ¡de vida eterna!, solo Él…”.
¡Gracias por orientar nuestros pies hacia el único camino de vida! ¡Gracias por ser no solo buen pastor en Cristo, sino suelo donde otros pudiesen sostenerse, como tanto anhelaste en tu Ordenación sacerdotal al postrarte en tierra!
Hna. Ingrid
“Eres tú, Pedro.
Eres el suelo en que caminan otros.
Eres, Pedro, quien sostiene los pasos como roca
por donde va el rebaño
y la cruz es el pasto”
(Juan Pablo II)