Testimonio de la Hna. Almudena Blanca Bernardo Rodríguez publicado en “La Razón” con motivo de la cononización de Juan Pablo II
Cuando nos acercamos a un amigo para contarle una vivencia íntima, algo que llevamos muy dentro del corazón, una confidencia, surge inevitablemente esta pregunta: “¿Por dónde empiezo?”. Y la respuesta suele ser: “¡Por el principio!”. Pues así quiero hacerlo… No puedo hablar de Juan Pablo II sin hablar de Cristo.
En estos días tengo ante mis ojos una estampa de Juan Pablo II y un texto que oramos en nuestro Instituto Iesu Communio, inspirado en la genialidad de san Francisco de Asís: ambas cosas se me unen irremediablemente. La oración corre así:
Jesucristo en tu corazón,
Jesucristo en tu sentir,
Jesucristo en tus pensamientos,
Jesucristo en tu mirada,
Jesucristo en tu escuchar y confirmar.
Su sonrisa en ti.
Su sufrimiento y su gozo en ti.
Sus palabras y su silencio en ti,
su consuelo y ánimo, su aconsejar en ti.
Jesucristo en tus gestos,
Jesucristo en tu abrazo,
su perdón y misericordia,
su firmeza y ternura en ti.
Jesucristo en todo tu ser.
¿Es acaso posible ver a Jesucristo en una mirada, en un silencio, ser confirmada por Jesucristo, ser animada y aconsejada por Él, ver sus gestos, su abrazo y su misericordia? Este es el tesoro de los santos, esto es lo que continuamente nos ofrecen y lo que pudimos encontrar quienes nos acercamos a Juan Pablo II: una mirada que transparentaba a Jesucristo y, por ello, una mirada enamorada del hombre. En aquel emocionante atardecer de Tor Vergata, la mirada de Juan Pablo II me traspasó también a mí.
Sucedió una noche de agosto entre dos millones de jóvenes… Había llegado a Roma para la Jornada Mundial de la Juventud con sentimientos encontrados. Unos meses antes el Señor me había arrebatado el corazón; había percibido su amor, su “dolor” por mí y su deseo de que fuera suya. Una parte de mí deseaba acoger la gracia que se iba a derramar y esperaba no una experiencia pasajera sino un encuentro duradero; otra parte de mí, a pesar de la búsqueda interior y del deseo grande de entrega, se dejaba llevar fácilmente por la superficialidad, las modas, la actividad frenética de un mundo que no conoce el silencio,…: no quería escuchar, tenía miedo a la verdad.
Sabía que debía seguir buscando el lugar que Dios quería para mí, pero el miedo me paralizaba. Algo en mi interior me susurraba el pensamiento erróneo de que el seguimiento de Cristo llevaba consigo una gran renuncia.
Al ver la felicidad de Juan Pablo II, ese pensamiento se hizo añicos. Aquella noche en Tor Vergata, el Papa quiso recorrer todos los caminos por donde nos encontrábamos, entusiasmados, dos millones de jóvenes; pidió acercarse a nosotros, y pude verle muy cerca. Clavó su mirada en mí, percibí su cercanía y su amor por mí. Las palabras de esa noche fueron fulminantes: “Jóvenes, no busquéis fuera de Cristo lo que solo Él os puede dar… Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis con la felicidad; es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar… Cada uno de vosotros es precioso para Cristo, Él os conoce personalmente y os ama tiernamente, incluso cuando uno no se da cuenta de ello… Quizá a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad a Cristo”.
Juan Pablo II me hablaba del auténtico rostro de Cristo; yo veía su alegría y su entrega. Habían pasado los años, pero estaba rejuvenecido por el amor. Yo contemplaba en él una vida cumplida: ¡era feliz! Al hablar de Jesús hablaba de belleza, de anhelos cumplidos, de ternura… Yo deseaba para mí una vida colmada como la suya.
A los pocos días de ese encuentro conocí la comunidad en la que vivo y donde puedo experimentar cada día, llena de alegría, el testimonio de Juan Pablo II: “Cristo nos ama y nos ama siempre, nos ama incluso cuando lo decepcionamos… Él no nos cierra nunca los brazos de su misericordia”.
¿Cómo suponer entonces la cercanía que he venido percibiendo, lo acompañada que me he sentido por él durante estos años? ¿Cómo soñar entonces que, ya consagrada, asistiría a la canonización de Juan Pablo II?
Gracias, Juan Pablo II. Gracias, Madre Iglesia.
Hna. Almudena Blanca