Testimonio de la Hna. Cristiana de los Reyes Melero con motivo de la JMJ. Publicado en el libro “Generación JMJ”, 2011.
“¿Os venís a una Jornada Mundial de la Juventud con el Papa, en agosto?” “¿Qué?, ¿con el Papa?, ¿con la Iglesia?” Esta pregunta que lanzó una profesora en mi Instituto de Madrid al terminar la clase, me descolocó, me inquietó… Tenía quince años. En aquel momento me movía entre dos aguas. Había mamado desde niña el cristianismo en mi familia, pero no había tenido experiencia de la belleza que vivían mis padres; no me había encontrado con Cristo. La idea de ir a la JMJ no me emocionaba, tenía una imagen equivocada de la Iglesia, sólo me venían a la cabeza personas mayores, no había encontrado nada que fascinara mi corazón. Quizás me había quedado en un ‘tienes que hacer…, tienes que…’, como si yo tuviera que darle algo a Dios. ¡Qué equivocada estaba!
Al mismo tiempo me atraía la posibilidad de volver a Francia, me encantaba viajar, aprender idiomas, conocer gente… No paraba quieta. El deporte me apasionaba, jugaba en un equipo de fútbol, me encantaba vivir.
Pero estos anhelos de una vida libre, feliz, sana… los veía poco a poco aplastados por la realidad que me ofrecía el mundo. Además, el ambiente en el que me movía fuera de mi familia no era nada cristiano. La aparente libertad: ‘sal de marcha, haz lo que todo el mundo…’ es en un primer momento una fascinación, un espejismo, quieres disfrutar, pero luego, aquello en lo que pones el corazón, te acaba defraudando. ¡Cuántas veces he gritado en el silencio: ojalá se pudiera vivir, disfrutar de otra manera!, sobre todo cuando veía a mis amigos sumergidos en el sinsentido. Ahora sé que ese grito no caía en el vacío, sino que era recogido por Dios y por tantas madres orantes.
¡Dios es genial!!! Se inventa lo que sea para llegarse hasta ti, para hacerte feliz.
Así estaba con mis quince años cuando Juan Pablo II, a través de aquella profesora, me invitó a la JMJ, y misteriosamente fui. ¿Quién rezó por mí?
Cuando subí al autobús me pregunté: “¿Qué hago aquí?” Era una mezcla de querer salir corriendo y al mismo tiempo de querer adentrarme en lo desconocido. A partir de entonces no podía dar crédito a lo que veían mis ojos, y me parecía todo un sueño, ¡mejor!, ni el mejor de mis sueños hecho realidad: ¿de dónde había salido ese millón de jóvenes cristianos y además de todas las nacionalidades? Me impactaba su forma de quererse, la manera de tratarme, eran capaces de divertirse sanamente, hablaban de Cristo con normalidad, de un Dios del que se podía tener experiencia. Veía jóvenes felices, se sentían privilegiados por ser cristianos, como si les hubieran hecho el mejor regalo de la vida. Veía chicos normales, incluso guapos, inteligentes, con futuros prometedores, que estaban en el seminario, sacerdotes jóvenes, felices de ser de Cristo… ¿Esto es la Iglesia? ¡Esto es la Iglesia! ¡Y mucho más!
A medida que pasaban los días se me hacía gozoso estar entre ellos, me veía cantando con ellos: “¡Cristo vive, anúncialo…!” Era como si de golpe reforzaran mi fe y despertaran lo que estaba dormido o a punto de morir, el gris estalló en multitud de colores. Realmente merecía la pena ser cristianos. ¡Cristo estaba vivo, lo llenaba todo, me envolvía, me quería!
La ‘figura blanca’ de Juan Pablo II, tan mayor, entre tantos jóvenes, hablaba por sí sola. Lloraba, no de emoción, sino ante la belleza del cristianismo, ante el bien, ante la verdad… ¡ante Jesús! Aquel encuentro me cambió la vida.
El amor de Jesús en un santo, en una Iglesia viva provocó en mí esta respuesta: “Te quiero, Jesús. Quiero ser cristiana. Quiero hundir mis raíces en la Iglesia”.
Los dos años siguientes fueron una revolución. Entre estudios, deportes, viajes, una experiencia de misiones en Perú… Cristo me fue enamorando cada día más hasta que descubrí que me llamaba a ser suya. Cuántas veces cogía la bici y me iba a una capilla a rezar, había Alguien que me decía al corazón: “Ven a Mí”. Al poco tiempo conocí esta comunidad en la que hoy tengo el inmenso privilegio de vivir. En el rostro de cada una de mis hermanas reconocí, como la piedra que encaja en su mosaico, lo que había en lo más profundo de mi corazón: una promesa de esponsalidad, de maternidad, de comunión… Todo mi ser botó de alegría un día concreto, en un lugar concreto, en una comunidad concreta. Dice la Madre Teresa de Calcuta: “Reconocerás cuál es tu lugar por la alegría del corazón”. El evangelio de aquel día era el lema de la JMJ en París: “Venid y veréis” (Jn 1, 39). Fui, vi y el día que cumplía los dieciocho años entré, no pude esperar más tiempo para abrazar el Don tan inmenso que se me ofrecía. ¡Soy tan feliz! Llevo ya once años, y mis hermanas y yo podemos gritar, por pura gracia, a plena voz aquellas palabras de Benedicto XVI, un gran maestro de vida para nosotras: “Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, absolutamente nada, de lo que hace la vida bella, grande y libre”.
Permanecemos aquí dejándonos hacer, aprendiendo cada día a ser cristianas, queriendo a Cristo, siendo presencia del Resucitado que nos ha dado la Vida y orando por cada uno de vosotros: ¡no estáis solos!
Hna. Cristiana