Memoria viviente del modo de vivir de Jesús
Madre Verónica Mª
Madre Verónica Mª
“La Iglesia no puede renunciar en modo alguno a la vida consagrada,
porque expresa de manera elocuente su íntima esencia esponsal”[2].
“El mundo está en llamas, ¿deseas apagarlas? Los brazos del Crucificado están extendidos para arrastrarte hasta su corazón. Él quiere tu vida para regalarte la Suya. Tu Salvador está ante ti con el corazón abierto, Él ha derramado su Sangre para ganar tu corazón.
El mundo está en llamas, pero en lo alto, por encima de todas las llamas, se eleva la Cruz para extender la resurrección. El mundo está en llamas. ¿Deseas apagarlas? Abrázate a Cristo crucificado. Desde el corazón abierto brota la Sangre del Redentor, ella apaga las llamas de todo infierno.
Deja libre tu corazón a Dios, en él se derramará el Amor redentor hasta inundar y hacer fecundos todos los confines de la tierra.
Tú escuchas el gemido de la humanidad en el corazón de Cristo, te conmueve el dolor de cada hombre y deseas abrazar y curar sus heridas más hondas. ¿Oyes el gemir de los heridos en los campos de batalla? ¿Oyes la llamada agónica de los moribundos?
Te conmueve el llanto de los hombres y quisieras estar a su lado, ser consuelo y aliviarles. Abraza al Crucificado. Si estás esponsalmente unida a Él, en ti está su Sangre. Unida a Él estás presente con Él y puedes socorrer en Cristo aquí y allí. En el poder de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción y esperanza. A todas partes llevas su Amor misericordioso que derrama su preciosísima Sangre, Sangre que alivia, redime, santifica y salva.
La mirada del Crucificado está sobre ti y te interroga: ‘¿Quieres sellar para siempre esta alianza conmigo? ¿Cuál será tu respuesta?’. ‘Señor, ¿adónde iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna’”[3].
El impacto que me produjo este texto al inicio de mi vida consagrada, la experiencia vivida por santa Teresa Benedicta de la Cruz y expresada así con el mismo fuego del Espíritu, me selló y me acompaña a lo largo del camino del seguimiento a Cristo. Cada día me sorprende más el don de la vida consagrada vivida en plenitud, la llamada a vivir más de cerca y a hacer presente la “forma de vida que asumió el Hijo de Dios al entrar en el mundo”[4].
Hoy me siento dichosa de poder agradecer el deseo y asombro cada vez mayor que despierta la vida de tantos hermanos y hermanas nuestros, que a lo largo de los siglos entregaron su vida y hoy la siguen entregando a la causa de nuestro Señor Jesucristo[5]. ¿Por qué? Por esa inconcebible riqueza, por esa inimaginable profundidad de vida comunicada por la Madre Iglesia a sus hijos… ¡Dichosos aquellos que algún día se sintieron impresionados, y se sienten cada vez más![6].
En mi pobreza de no saber expresarme sigo haciendo mías las bellísimas palabras de Henri de Lubac:
La Iglesia entera está en un santo. […] Si mis ojos no supieran descifrarlo, es que no lo sé mirar. Su belleza será siempre el testimonio de su Fuente[7]: “La gloria de Dios es el hombre viviente”[8].
“La Iglesia tiene la única misión de hacer presente a Jesucristo a los hombres. Ella debe anunciarlo, mostrarlo y darlo a todos. […] Nosotros sabemos que ella no puede dejar de cumplir esta misión. Ella es y será siempre con toda verdad la Iglesia de Cristo, […] pero es preciso que lo que es en sí misma, lo sea también en sus miembros…”[9]. Jesucristo extendido y comunicado: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo[10]… Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme”.
Entonces los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?”.
Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos, mis pequeños, a Mí me lo hicisteis.
Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”[11].
Más de medio siglo después de la conclusión del Concilio Vaticano II, muchas de sus afirmaciones no han dejado de tener vigencia o incluso se han hecho más punzantes, especialmente el diagnóstico según el cual Dios aparece como un desterrado de la vida de los hombres y de la creación[12]. El Concilio alertaba de la gravedad de este destierro porque “por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida”[13]. Y donde se ignora a Dios, difícilmente se podrá comprender ese gesto de libertad inaudita por el que una persona, ya consagrada en el bautismo, decide consagrarse más estrechamente a Dios, para hacer presente el vínculo indisoluble que une a Cristo con su esposa, la Iglesia[14].
El mundo que se ha olvidado de Dios comprende los frutos de la misión de las personas consagradas cuando atienden las necesidades de los pobres, pero difícilmente comprenderá su consagración a Dios, testimonio en medio del mundo de la compasión de Cristo por una humanidad desorientada y del querer del Padre de que ninguno se pierda[15].
Solo desde la fe se puede conocer el secreto de la vocación de las personas consagradas. ¿Cómo se podría captar sin fe el sentido de una vida llamada a amar a Dios con un corazón indiviso y con la audaz libertad de ofrecerse por completo a Él mediante una existencia que anhela ser memoria viviente del modo de vivir de Jesús? Pero ¿cómo hacerlo abandonados a sus solas fuerzas? La vida de las personas consagradas es una utopía sin la asistencia del Espíritu Santo y la docilidad a él.
Con frecuencia las personas consagradas somos interpeladas por nuestra consagración: “¿Para qué sirve vuestra vida?, ¿sabéis cómo está el mundo?, ¿os dais cuenta de que todo hace pensar que caminamos a la deriva?, ¿conocéis las dificultades de los jóvenes y el sufrimiento que tantos viven, aunque se disfrace de mil maneras?…”. Ciertamente lo sabemos y lo conocemos porque las realidades sufrientes son precisamente las más presentadas día tras día a las personas consagradas. Un corazón que Dios separa para sí es un corazón destinado a rebosar la ternura de Cristo y acoger los afanes, los desconsuelos, el dolor, las luchas, las esperanzas y también los anhelos de cada persona. Cada sufrimiento nos traspasa como una espada que duele en lo más hondo.
Y… ¿qué pensamos de este mundo? Antes que emitir un juicio, lo amamos. Las personas consagradas amamos y oramos a cada hijo que nos es confiado con la esperanza y el compromiso de hacer presentes las primicias del cielo nuevo y la tierra nueva. Con la Madre Iglesia acogemos los dramas de nuestros hijos con un dolor que camina con nosotros porque no es madre quien no sabe llorar y hacerse uno con el sufrimiento de las personas que ama. Pero también nos entregamos con la certeza de que ninguna alegría materna se puede comparar con la felicidad de encender la luz de Cristo en la noche de los hijos, como escribía santa Teresa Benedicta de la Cruz[16]. Lo que está en el corazón de Dios está en el corazón de la Iglesia y, por tanto, en el corazón de las personas consagradas.
Un pasaje del evangelio de san Juan atesora algunas claves sin las cuales no podría entenderse la vida de las personas consagradas: Al día siguiente, de nuevo estaba Juan con dos de sus discípulos. Viendo pasar a Jesús, dice: “Ahí está el Cordero de Dios”. Los discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les dice: “¿Qué buscáis?”. Respondieron: “Rabí -que significa Maestro– ¿dónde vives?”. Les dice: “Venid y lo veréis”. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Eran las cuatro de la tarde[17].
Las personas consagradas aprendemos de Juan a mantener los ojos fijos en el Maestro para no predicarnos a nosotros mismos, sino a Jesús, el Señor. De nuevo, es decir, sin cansarse, como el testigo que espera siempre en su búsqueda alcanzar la verdad, sin vincularla a su propia persona y sin olvidar jamás la sed de su propio corazón. Mira y da testimonio: mirada y palabra. La mirada descubre; la palabra desvela y comunica. Descubre y señala al Amor de su vida. La mirada es un gesto que se transforma en testimonio para otros de quién es Aquel al que Juan pertenece: el Cordero de Dios. Juan guía a sus discípulos hacia Jesús y manifiesta la mediación que de generación en generación ha perpetuado el seguimiento en la vida de la Iglesia.
Jesús, que ve cómo los discípulos de Juan Bautista lo siguen, se vuelve hacia ellos y pregunta: ¿Qué buscáis? Es la pregunta que ayuda a desvelar la sed que siente una persona llamada a la consagración. Como escribía Benedicto XVI, “sois por vocación buscadores de Dios; a esta búsqueda consagráis las mejores energías de vuestra vida. […] Buscáis lo definitivo, buscáis a Dios, mantenéis la mirada dirigida a Él. […] Cultiváis una orientación escatológica: […] buscáis lo que permanece, aquello que no pasa. Apasionados buscadores de Dios y testigos de lo visto y encontrado, somos enviados a ofrecer el don del Evangelio”[18].
Los dos discípulos, sorprendidos, sin poder casi expresarlo con palabras, responden con otra pregunta: Maestro, ¿dónde vives? No solo quieren conocer a Jesús, sino permanecer con Él. Atraídos por Jesús se sienten llamados a seguirlo para aprender a vivir y permanecer con Él.
Venid y lo veréis. Se trata de una invitación a acompañarle, sin programa, porque lo único importante es la persona de Jesús. Es necesario ponerse en camino con la vida entera en docilidad y quedarse con Él porque la vida ya no se entiende sino compartiendo su camino y su modo de vivir.
Eran las cuatro de la tarde. Aquellos discípulos de Juan no pudieron olvidar la hora en que fueron imantados por la belleza, la verdad y la bondad de Jesús; no se trataba simplemente de perseguir una causa o un impersonal objetivo, sino de un vínculo esponsal[19], insustituible e incondicional, con la persona y misión de Cristo.
La consagración a Dios mediante los votos de castidad, pobreza y obediencia es un don de Dios a la Iglesia que tiene su fundamento en el Señor, pues hace presente la forma de vida que asumió el Hijo de Dios al entrar en el mundo y que propuso a los discípulos que lo seguían[20]. La vida de Jesús dio origen, con el tiempo, “a una especie de árbol en el campo de Dios, maravilloso y lleno de ramas”[21], mediante las cuales se hace presente “a Cristo en oración en el monte, o anunciando a las gentes el Reino de Dios, o curando a los enfermos y discapacitados, convirtiendo a los pecadores al bien, o bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos, pero siempre obedeciendo a la voluntad del Padre que lo envió”[22].
“La vida consagrada es una historia de amor apasionado por el Señor y la humanidad”[23]. Los consejos evangélicos no pueden tener otro fundamento que el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado[24]. Y si el Concilio Vaticano II presenta el martirio como don eximio y suprema prueba de amor, señala a continuación como testimonio especial de amor la consagración mediante la profesión de los consejos evangélicos, sobre todo el de la castidad, “que el Señor propone en el Evangelio a sus discípulos”[25].
A la persona consagrada se le desvela en Cristo su llamada, su identidad y misión. Responde a una llamada que es invitación a emprender un camino de conformación con la oblación de Jesús bajo la guía del Espíritu Santo que purifica y libera[26] para configurarse con Cristo virgen que, por ser solo del Padre, fue para todos, con Cristo pobre que eligió no tener donde reclinar la cabeza, con Cristo obediente al designio de Dios hasta la muerte por amor. Por eso, la vida de las personas consagradas es testimonio de entera pertenencia, donación y obediencia al designio de Dios. Y esa consagración, lejos de ser concebida como renuncia, es abrazada como el don incomparable mediante el cual Dios enriquece y configura a la persona consagrada con la vida de Cristo.
La vocación consagrada se expresa en la profesión de los consejos evangélicos. La vida consagrada es un enamoramiento de la Humanidad de Cristo pobre, obediente y virgen. Él es el Ungido, el Consagrado, “su ser mismo de Hijo es el voto eterno e indisoluble al Padre.
Él no es obediente: su ser es la obediencia total, y esta es para Él la libertad eterna. Él no es pobre: su ser mismo es la pobreza, pues su riqueza eterna consiste en no poseer nada que no sea del Padre y en poner todo a los pies del Padre. Él no es puro: su ser es la pureza, pues en Él no puede haber nada que no discurra de principio a fin en la perfecta y exclusiva fidelidad de amor al Padre; poseyendo en sí la más alta fecundidad. El Hijo no tiene solamente una misión: Él es la misión del Padre. Él no se pertenece: Él pertenece al Padre”[27].
La vida de la persona consagrada es apertura y acogida de una llamada con un corazón indiviso que se expresa en la virginidad -nadie más que Tú-, con un corazón liberado que se expresa en la pobreza y en el vivir sin propio -nada más que Tú-, con un corazón dócil que se expresa en la obediencia -no mi voluntad, sino la Tuya-.
La persona consagrada, para vivir su consagración, no tiene otro Camino que el de la Humanidad de Cristo, ni otra fuerza que la unción de su Espíritu que nos configura a su propia forma de vida. La vida no aparece así como un camino heroico que se arrastra trabajosamente, sino como fruto del poder infinito del Espíritu[28] que, acostumbrado a vivir en la carne de Jesús[29], sigue derramándose en los hombres y haciendo presentes los aromas filiales del Hijo de Dios[30], el buen olor de Cristo[31].
El voto de castidad no es una renuncia al amor; por el contrario, capacita el corazón para amar más y más libremente, para amar virginalmente a semejanza de Cristo. Se trata de una altura, anchura y profundidad del amor que, lejos de ser conquista, es fruto de la gracia. Es un amor que requiere un cuidado exquisito en la relación personal con Cristo esposo que colma el corazón y lo ensancha para donarse y amar a todos con gratuidad.
Por el voto de pobreza la persona consagrada se adhiere de todo corazón a la total entrega de Cristo. Comprende que al encontrarlo a Él ha hallado el incomparable tesoro escondido y abandona por amor toda posesión y todo impedimento para seguir a Cristo con radicalidad, pues no desea otra riqueza que no sea su Señor. Quiere vivir con sencillez y sobriedad, tal como vivió Cristo que se hizo pobre para enriquecernos[32]. Experimenta día tras día que Dios es quien nos cuida con su providencia amorosa.
Por la profesión de la obediencia la persona consagrada se entrega gozosamente a la voluntad de Dios que quiere llevarla a plenitud. Desea identificarse con Cristo, el siervo de Dios, y dejarse guiar por el Espíritu para descubrir el querer del Padre que sale a su encuentro a través de lo creado. Procura configurar toda su vida conforme al sí incondicional de Cristo con la actitud de quien elige amorosamente el querer de Dios, que no violenta a la criatura, sino que sale a su encuentro para hacerle siempre bien y asociarla a su obra salvadora[33]; solo así se puede dar una obediencia gozosa y liberadora. A semejanza de Jesús quiere decir con su vida: Aquí estoy para hacer tu voluntad[34]. La obediencia, lejos de verse como alienación, es libertad fortalecida[35] para seguir el querer de Dios.
El ‘sí’ de la persona consagrada es, a la vez, don de Dios y respuesta a la fidelidad eterna de Cristo, don de Dios y promesa de consagrar todo el ser y la existencia para ser presencia en medio de los hombres de la fidelidad eterna de Dios. Y la fidelidad eterna de Dios al hombre tiene un nombre: Jesucristo. Por ello, la vida de la persona consagrada, lejos de ser un lamento y una queja amarga -tal como a veces tiende a verse-, es expresión del gozo de una existencia que se sabe cierta de haber encontrado el tesoro que permite estimar todo como basura[36] en comparación con el don recibido, que hace que todo se llene de consistencia, de sentido, de luz, de plenitud.
“A la vida consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el corazón humano”[37].
La muerte y resurrección de Cristo han hecho posible que el creyente tenga ya vida eterna, aunque todavía no la pueda experimentar en plenitud ni de manera definitiva. En medio de la peregrinación hacia lo definitivo, la pasión por Dios que debe ser la profesión de los consejos evangélicos es un signo levantado en medio de la Iglesia por el que se testimonia más palpablemente que la vida eterna ya está presente en medio del mundo y se prefigura la futura resurrección con su gloria y sus bienes, aunque todavía lejos de su forma acabada, por lo que no se deja de estar asociado en la vida presente al misterio del anonadamiento de Cristo en la cruz[38].
San Juan Pablo II expresó con hondura esa anticipación al comentar la frase de Jesús al joven rico: Tendrás un tesoro en el cielo[39]. “En efecto, el mismo Cristo invitando en el Discurso de la Montaña a acumular tesoros en el cielo añadió: Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón. Estas palabras indican el carácter escatológico de la vocación cristiana, y más aún el carácter escatológico de la vocación que se realiza en el ámbito de las bodas espirituales con Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos”[40].
Las personas consagradas están llamadas a ser un retazo de la Jerusalén celeste en la historia, en el tiempo de los hombres, que es también el tiempo de Dios, el tiempo que Dios se toma para llevar a plenitud a sus criaturas. Los consagrados son signo y realidad de la Jerusalén celeste porque no tienen otra riqueza que su Dios, no tienen otro querer que el de su Dios y no tienen otro esposo que su Dios. De alguna manera, los consagrados anticipan el destino al que toda la humanidad está convocada.
La Eucaristía, como “fuente y cima de toda la vida cristiana”[42], es el corazón de la vida consagrada, es el sacramento de la comunión nupcial entre Dios y el hombre: “Dios quiere vivir corporalmente presente en nosotros”[43].
La Eucaristía es el más acabado de los abrazos salvadores que el Creador ha dado a su criatura, ‘beso de resurrección’ que configura, redime, santifica y salva. En la Eucaristía las personas consagradas abrazan a su Dios y al Amor de su vida: “Jesucristo, nuestro inseparable vivir”[44]. Reposan, descansan y renuevan fuerzas en la Eucaristía. No hay decaimiento en el amor cuando se vive en verdad de la Eucaristía. La Eucaristía injerta en el misterio pascual, introduce en el misterio del amor, donde la virginidad encuentra alimento y luz para su entrega total a Cristo, se saborea la obediencia de Cristo que se entrega y se derrama por la vida del mundo, se encuentra la fuerza para el seguimiento radical de Cristo obediente, pobre y casto y se invita a convertirse en pan partido para la vida del mundo[45]. La vida de la persona consagrada se hace así presencia y prolongación del misterio eucarístico.
El cuerpo de Cristo, acogido, abrazado y entrañado las hace capaces de abrazar con Él a la humanidad entera, y de escuchar y hacer suyos los gemidos de la humanidad y participar también de sus gozos. “La participación cotidiana en el sacramento eucarístico -escribía santa Teresa Benedicta de la Cruz- nos arrasa y va imprimiendo en nosotros el misterio de la Encarnación y de la Redención. ¿Quién podría participar en la Eucaristía sin ser atrapado por el espíritu de sacrificio, por el deseo de entregar su vida y su existencia en la gran obra de la Redención del Salvador? Sí, entregarse de tal modo que dándote sin medida no pierdes nada de ti misma. Al entregarte, no pierdes tu naturaleza de mujer, sino que la ganas en la más perfecta pureza”[46].
La intimidad de la oración hace gustar el don de la consagración y de la esponsalidad e impulsa a la conversión continua.
El amor pide estar con la persona amada para aprender viendo al Maestro y oyendo su voz. “Solo quien duerme sobre las páginas del Evangelio arranca sus tesoros”[47]: el amor desea contemplar cómo vivió Jesús en la tierra, cómo se relacionaba, cómo hablaba y escuchaba, cómo caminaba, cómo se retiraba a orar incluso cuando la multitud lo buscaba. Contemplar a Jesús por los caminos de Nazaret, en el Cenáculo, en la pasión; ver con indescriptible asombro la presencia radiante del Resucitado en nuestra tierra[48].
Una pasión de amor como la consagración requiere del trato e intimidad que, con cuidado y mimo, sabe mantener en el corazón el misterio de una llamada que implica la vida entera. Urge estar con Jesús, quedarse con Él, permanecer en Él. Las personas consagradas, a pesar de la vorágine en que la vida se puede ver envuelta por la escasez de obreros en la mies, han de guardar con exquisitez el trato íntimo con el Señor que permite mirar a las personas y los acontecimientos desde los sentimientos y el corazón de Cristo para testimoniar un amor que se hace donación.
Las personas consagradas tienen en María, con su fiat, la mujer de fe[50], que sabe acoger el designio de Dios en una continua acción de gracias que proclama la fidelidad eterna de Dios y sabe guardar todo en su corazón. La Virgen sabe de docilidad incluso en los momentos en que la desesperanza se obstina en imponerse y, junto a su Hijo, ilustra el camino de la oblación total, de la fortaleza ante los más grandes dolores, de la fidelidad sin límites[51], de servicio continuo, de atención a las necesidades de los otros, con un corazón despierto que sabe descubrir a Dios en lo pequeño, con una confianza inquebrantable, aunque en la realidad asome la desesperanza.
El don de la virginidad de María impulsa a las personas consagradas no solo a confiar en la soberanía absoluta de Dios que inesperadamente puede hacerse presente en la historia, sino también a aprender de ella su disponibilidad perseverante y orante en el ámbito humilde de Nazaret, en la aflicción del Calvario y en el gozo de la Resurrección y Pentecostés. Por ello, las personas consagradas, que de alguna manera siguen haciendo presente en la historia el fiat de la Virgen de Nazaret, no pueden sino unirse al canto del Magnificat de María que proclama la grandeza de Dios y manifiesta la alegría de la criatura cuando se deja hacer y enriquecer por su Señor.
En la intimidad con Cristo las personas consagradas acogen su deseo más profundo: que ninguno se pierda, que todos conozcan el don de Dios[52]. Colaboran con la misión de la Iglesia de múltiples maneras según la riqueza de carismas que el Espíritu a lo largo de los siglos ha suscitado. Pero conviene subrayar que “la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús”[53]. La vida consagrada es “luz que anuncia el Reino de Dios con una libertad que no conoce obstáculos”[54].
Para los consagrados el mundo no es un campo de batalla, sino campo de misión. Los consagrados, desde su propia experiencia de rescate y sanación, extienden la Salud de Cristo. Su vida derramada a los pies del Señor está llamada a hacerse bálsamo del Buen Samaritano que sana, alivia, sosiega, alegra… la vida de los hombres. Su vida no es una existencia cerrada sobre sí misma; no es una existencia ‘ensimismada’, sino entregada al Señor en bien de la humanidad. En las más diversas situaciones, la vida del consagrado señala a su Señor, el sol que es el oriente de la existencia humana.
La vida consagrada se realiza en el seno de la Iglesia[55]. Nada somos sin la maternidad de la Iglesia, por eso las personas consagradas sentimos la urgente llamada a ser presencia eclesial: cuerpo de Cristo que haga presente al Resucitado en el gozo de la unidad y de la comunión para que el mundo crea.
“Mirad cómo se aman”[56], decían al paso de los primeros cristianos: Conocerán que sois mis discípulos por el amor que os tenéis[57]. La acogida del Espíritu crea nuestra comunión, nos introduce en la comunión trinitaria y nos une para que seamos un solo cuerpo y tengamos un solo corazón. Somos conscientes de que nuestra consagración no se cumple sino en la comunión que el Señor construye, testimonio de Dios que es comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Aunque la comunión pueda asumir formas diversas en atención a los distintos carismas, el bien de la Iglesia ha de estar en el corazón del gozo de los consagrados y nunca el dolor de la Iglesia será ajeno al corazón de una vida consagrada. El amor conduce a velar más por la comunión eclesial que por uno mismo y por los propios intereses. Nunca la alegría del consagrado puede ser a costa del dolor de la Iglesia, porque el bien del cuerpo de Cristo es su bien, la gloria del cuerpo de Cristo es su gloria, la alegría del cuerpo de Cristo es su alegría y el dolor de la Iglesia será su dolor.
La unidad debe quedar a salvo por encima de todas las dificultades y adversidades. Escribía san Ignacio de Antioquía: “Cuando os reunís con frecuencia, las fuerzas de Satanás son destruidas, y su ruina se deshace por la concordia de vuestra fe”[58].
Escuchamos con frecuencia que el areópago moderno no está preparado para recibir el mensaje del Evangelio o que no quiere ser evangelizado. Pero cabe preguntarse si estaban preparados los contemporáneos de Jesús o si se mostraban inquietos por conocer el Evangelio o si esperaban explícitamente tal anuncio.
Es fácil sucumbir al constatar que la fuente y el centro de nuestra vida no parece suscitar interés ni entusiasmo. Y ante ello puede asaltarnos la tentación de edulcorar y desvirtuar el Evangelio. Mirar a los comienzos de su anuncio nos puede ayudar a superar los posibles desalientos, porque doce fueron los apóstoles para llevar el Evangelio a los confines de la tierra, y aquella primera Iglesia se vio inmersa en un mundo hostil que hacía del martirio horizonte del ser cristiano.
Nosotros nos hallamos con frecuencia inmersos en un mundo no siempre adverso, pero, al menos, ciertamente indiferente. Nuestra sociedad parece experimentar una dulce indiferencia hacia el hecho religioso hasta el punto de que puede ocurrir que ateos no se declaren como tales y no creyentes se confiesen creyentes si así conviene a sus expectativas. A veces cunde la sensación de que el areópago moderno no tiene especial interés por la religión y, sobre todo, por el cristianismo que, por otra parte, casi todos creen conocer.
San Pablo, sin embargo, nos diría, como hizo en el areópago[59], que los atenienses eran un pueblo religioso, el más respetuoso de la divinidad, al levantar un monumento ‘al Dios desconocido’. Y ante el anuncio de la muerte y la resurrección de Cristo dijeron: “Sobre esto ya te oiremos otro día”. A los atenienses, ávidos de novedades y de novelerías, les expuso el corazón de la fe cristiana: el poder de Cristo resucitado. Pablo no se arredró por el inicial rechazo, las burlas, el desprecio y, al parecer, el escaso éxito de su anuncio.
El punto de partida del discurso de Pablo es sumamente actual. En todas las culturas, o más bien en cada persona, hay un monumento ‘al Dios desconocido’. La Iglesia, que es maestra de evangelización, ha sabido plantarse en todas las épocas en el areópago de cada cultura para anunciar la Buena Noticia… Hoy, la situación no es distinta en un mundo que considera el Evangelio como algo viejo y ya sabido.
El apóstol de Cristo no les grita a los atenienses en son de reproche: “¡Idólatras!”, sino que trata de llegar a su corazón tendiendo puentes para hacer presente el Evangelio, sin levantar muros. Les recordó que eran religiosos, cosa verdadera, porque el susurro de Dios está presente en las vibraciones más profundas del ser humano, criatura de Dios. En lo más íntimo de nosotros un ‘Dios desconocido’ alienta, siempre bulle la nostalgia del Creador. A esas vibraciones profundas, y en ocasiones no adecuadamente interpretadas, ha de llegar el anuncio de Jesús resucitado a quienes lo esperan aun sin saberlo.
Cuando Jesús no lograba que lo entendiesen, no dejaba de mirar con amor[60], lo único que puede desarmar al hombre y tocar su corazón. Por otra parte, los escépticos, los que nunca han creído o han perdido toda esperanza no han dejado de mirar a los creyentes para provocarnos a dar testimonio. Tantos hoy, como en otro tiempo filósofos como Nietzsche, nos desafían: “Yo creería en vuestro Dios si tuvierais rostros de personas salvadas. Mejores canciones tendrían que cantarme los cristianos para que yo aprendiese a creer en su Redentor. Más alegres tendrían que parecerme los discípulos de tal Salvador”[61].
En el fondo de este rechazo hay una invitación a que hagamos creíble nuestro testimonio, a que vivamos como salvados. Ese es el desafío, y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos[62]. Es cierto que la palabra salvación puede chocar y sorprender; es una palabra que desaparece en la medida en que el hombre quiere esquivar la pregunta por el sentido de la vida y silencia los clamores más profundos. Hay que liberarse de los estereotipos, como escribía el papa Francisco: “No tengáis miedo de ir y llevar a Cristo a cualquier ambiente, hasta las periferias existenciales, también a quien parece más lejano, más indiferente”[63] y no solo dedicarles tiempo, sino vida, entrega, cuidado, hasta llevarlos a la posada de la Iglesia, como el Buen samaritano, Jesús, que salió al encuentro del hombre herido y medio muerto[64].
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor[65]. Hay una historia que ha de ser contada, manifestada, testimoniada: Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y nuestras manos tocaron acerca del Verbo de la Vida, os lo anunciamos para que también vosotros tengáis comunión con nosotros[66]. Los hombres, aunque no lo sepan, están más preparados de lo que piensan para recibir este anuncio, porque en toda persona, a veces bajo las apariencias y las realidades más sencillas, se esconden las grandes cuestiones a las que nadie escapa: “¿Por qué cada mañana afronto la vida incluso cuando las dificultades, como negros nubarrones, parecen ensombrecer presente y futuro? ¿Vale la pena vivir cuando no tenemos algo por lo que merezca la pena morir, por lo que dar la vida?”. Y esa pregunta que, en muchas ocasiones, no se formula explícitamente, se responde de manera implícita por la manera de vivir. “Lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de su existencia”[67]. Porque el hombre contemporáneo sufre este drama: si no existe la verdad, en el fondo no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal.
Dios ha puesto en el hombre creado a su imagen y semejanza unas entrañas que anhelan a Cristo, que no pueden olvidar ni ignorar que en su carne está inscrita una memoria, una memoria de Cristo. Y la insatisfacción, que no se aquieta por más que el hombre viva en un extraordinario bienestar, así como los anhelos más profundamente verdaderos del corazón humano nos hablan de esa memoria por la que nuestro ser anhela la configuración con Cristo, que ciertamente el hombre no puede alcanzar con sus solas fuerzas. Solo se alcanza en la apertura de la libertad al don que el hombre es capaz de reconocer y acoger como el anhelo de sus entrañas. La insatisfacción y el anhelo de un ‘todavía más’ es vacío de Jesucristo al que ninguna otra realidad puede sustituir en la vida del hombre.
Amar a los que nos han sido confiados no puede quedarse en un lamento de impotencia, sino que nos ha de conducir a vivir como ofrenda martirial nuestra vocación y misión, que Pablo resume en su carta a Timoteo: Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos[68].
En un momento crucial de la historia, el Espíritu a través del Concilio Vaticano II hace presente, en unas profundidades nuevas, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. El Concilio sigue siendo una llamada e invitación a volver a la Fuente de la Vida, a hacer memoria de un mensaje irrevocable: Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre[69], el Evangelio es el mismo ayer y hoy, y no hay otro Evangelio que el recibido desde el principio de la Iglesia y recogido en la tradición viva. Y es también nuevo e inédito porque cada día se vive creativamente en la historia bajo la gracia del Espíritu Santo.
Y el hombre es el mismo ayer y hoy y siempre. No será una fórmula o estrategia la que nos salve, pero sí una Persona, Cristo vivo, y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros![70]. No hay nada que inventar, no hay ningún otro Nombre que pueda salvarnos… ¡Estamos ante una tarea irrenunciable!
Evangelizar a los jóvenes es una urgencia porque el Evangelio es para todos. Urge anunciar que Él es el Camino, la Verdad y la Vida[71] a una juventud desencantada que, aunque no lo explicite, espera el Evangelio, porque quiere ver florecer en su tierra la esperanza, la Buena Noticia que por su propio dinamismo está grávida de futuro.
“Nunca un tiempo hizo soñar tanto a los jóvenes con los miles de atractivos de una vida en la que todo parece posible y lícito. Y, sin embargo, ¡cuánta insatisfacción existe!, ¡cuántas veces la búsqueda de felicidad, de realización, termina por desembocar en caminos que llevan a paraísos artificiales”[72].
El papa Francisco, que siente a los jóvenes con la mirada de amor de Jesús, no deja de poner su confianza en ellos: “Hoy los adultos corremos el riesgo de hacer un listado de calamidades, de defectos de la juventud actual. Algunos podrán aplaudirnos porque parecemos expertos en encontrar puntos negativos y peligros. ¿Pero cuál sería el resultado de esa actitud? Más y más distancia, menos cercanía, menos ayuda mutua.
La clarividencia de quien ha sido llamado a ser guía de los jóvenes consiste en encontrar la pequeña llama que continúa ardiendo, la caña que parece quebrarse, pero que sin embargo todavía no se rompe. Es la capacidad de encontrar caminos donde otros ven solo murallas, es la habilidad de reconocer posibilidades donde otros ven solamente peligros.
Así es la mirada de Dios Padre, capaz de valorar y alimentar las semillas de bien sembradas en los corazones de los jóvenes. El corazón de cada joven debe por tanto ser considerado ‘tierra sagrada’, portador de semillas de vida divina, ante quien debemos ‘descalzarnos’ para poder acercarnos y profundizar en el Misterio”[73].
En la desorientación que sufren hoy los jóvenes pienso que no podríamos hablar de ellos sin remitir a la generación de sus padres. Ciertamente nuestra sociedad actual ya no es la de hace 50 años, ha cambiado profundamente; el humus cristiano ha perdido vigor mientras que la secularización ha ido avanzando hasta el punto de que la fe parece algo raro y resulta difícil incluso comprender los valores cristianos.
Yo pertenezco a la generación que nació en el año en que finalizó el Concilio Vaticano II. En ese momento la sociedad, con más o menos coherencia y profundidad, se profesaba cristiana. La mayoría recibíamos, al menos, una educación con valores cristianos en un país de tradición y raíces católicas. En nuestros mayores veíamos, por lo general, el respeto, el amor y la obediencia debida a la Iglesia. La familia era el lugar donde la fe se transmitía casi espontáneamente, en la sencilla convivencia de cada día.
Pero en cuestiones de fe, el automatismo hereditario no funciona; no se es cristiano porque nuestros padres lo hayan sido. La fe que se hereda es necesario abrazarla para poseerla. La fe que no se arraiga, que se deja apagar, la fe que no es custodiada ni acogida se va perdiendo paulatinamente hasta que un día queda una ‘memoria vacía’.
Después del Concilio fue creciendo una rebeldía declarada contra los padres, educadores, en definitiva, contra toda forma de autoridad considerada como enemiga de la libertad, con la pretensión de ser libres sin obedecer, sin escuchar, sin seguir a los que podían ser verdaderos guías y maestros de vida. Se respiraba una fiebre de autonomía y de independencia con la ilusión de sentirse dueño de uno mismo.
La llamada ‘liberación de los tabúes’ nos iba alejando de los criterios morales tradicionales. Tratábamos de sepultar un pasado tachándolo de inservible y superado, opresivo, con un lenguaje y una moral ya obsoletos para nosotros. Alegábamos que la religión era para unos pocos que tenían ‘temperamento religioso’ y estábamos tentados de volver la espalda a la Iglesia por parecernos demasiado retrógrada y demasiado hostil al mundo. Entre los jóvenes se divulgaba la idea de Dios como un obstáculo para la felicidad y la libertad, como si viniese a cortar nuestros caminos, a frenar nuestros planes.
Para nuestra generación la Iglesia era una realidad que estaba ahí, pero no determinaba nuestra vida; la veíamos como de otro tiempo. Y la fe no tenía un gran valor en nuestras vidas cuando, en realidad, el ser cristiano toca la médula y el corazón de la vida. Sin embargo, con el tiempo se experimenta que, cuando traicionamos el Bautismo, el don del Agua viva termina en un ‘bautismo de lágrimas’.
Pero hoy la situación es más grave. No se trata solamente de que el humus cristiano haya perdido vigor, por desgracia es desconocido. El mundo juvenil actual está caracterizado por dos elementos fundamentales: la pérdida del sentido del misterio y la debilidad de una cultura sin puntos de referencia verdaderos y estables.
Al no recibir la transmisión de la fe, desconocen su contenido, y la Iglesia es una realidad demasiado lejana. La religión no les interesa, no les dice nada, lo que se celebra les aburre porque tiene muy poco que ver con su vida, con sus intereses, y por tanto no se dejan cuestionar. No miran con desprecio los ámbitos de Iglesia, pero tampoco experimentan atracción alguna. Sin embargo, sabemos bien que, donde se guarda silencio en torno a Dios, se siente el frío aterrador de no tener Padre.
Se ve en los jóvenes carencia de hogar, crisis de filiación, “jóvenes huérfanos de caminos seguros que recorrer, huérfanos de maestros de quien fiarse, huérfanos de ideales que caldeen el corazón, huérfanos de valores y de esperanzas que los sostengan cada día”[74].
Los padres son un referente fundamental en la vida, pero si hay ausencia, a largo plazo, los hijos se tambalean. Tantas veces el hijo tiene la percepción de que sus padres no están accesibles y de que no se hallan presentes en los momentos fundamentales, a veces por priorizar su carrera profesional o por cuestiones de custodia en padres separados. Se acusa que provienen de familias desunidas, rotas por el aumento de separaciones, divorcios, sucesivas uniones… que causan en los jóvenes grandes sufrimientos y crisis de identidad.
Cuando uno no se siente de nadie, se está a merced del devenir de la vida como una barquita abandonada en mar abierto, que no tuviera timón ni vela. Entonces uno percibe como hostil esa vida abandonada al oleaje de las circunstancias, y no se percata de la belleza del mar, sino solo del peligro, de la amenaza y de su potencialidad de muerte.
Pienso que el evangelio de Juan recoge en este grito el sentir de los jóvenes: No tengo a nadie[75]… Es el grito de quien experimenta una soledad radical en la que ningún hombre puede vivir. Hay quienes sí tienen el coraje de decir en voz alta: “No me siento de nadie, no tengo a nadie, tampoco me tengo a mí mismo”.
Cuando los jóvenes se acercan a la Iglesia, en su corazón no está como primera duda: ¿quién es Dios?, ¿existe Dios?, sino la pregunta sobre su propia existencia. Jóvenes derrotados, que se lamentan de que sufren mucho, de que les cuesta demasiado seguir adelante, de que no pueden confiar en nadie.
¿Vale la pena vivir? ¿Tiene sentido mi vida? ¿A quién le importa mi vida? ¿Hay alguien que me ame? ¿Hay alguien que me ayude a saber quién soy yo, si yo mismo no me entiendo? ¿Por qué me levanto cada mañana? ¿Por qué y para qué vivir? ¿Por qué existo? ¿Quién puede salvarme de este abismo de sinsentido?
En las nuevas generaciones aflora un urgente grito de S.O.S. Piden ayuda sobre todo cada uno para sí mismo. Quizá porque su vacío, su dolor es demasiado grande y los mantiene centrados en ellos. Se adivina en su mirada huidiza y aturdida, una inquietud y soledad patentes antes de que les den voz. Se percibe en sus rostros una angustia escondida, una llamada muda sin necesidad de que la den a conocer. Sus preguntas dejan ver el fondo de experiencias aplastantes, de un vacío de valores, de desilusiones por promesas incumplidas. Pero también se palpa que en ese fondo hay una sed profunda de Dios y un deseo de conocer el verdadero rostro del Amor.
¿Quién soy? ¿A quién pertenezco? ¿Cuáles son mi origen y destino? No estamos ante una cuestión más, sino ante la cuestión fundante, ante la incapacidad de encontrar el centro de la existencia en torno al cual poder construir la identidad y la pertenencia. Y no se trata de cuestiones reservadas para los filósofos o para una élite de privilegiados, sino de preguntas arraigadas en el corazón del hombre.
Muchos de nuestros contemporáneos o incluso jóvenes en edades tempranas han experimentado el vértigo de sentir que se precipitan desde una altura. Se sienten como aquel alpinista que ha caído en el fondo de un precipicio, gravemente herido y completamente incapaz de salir de allí por sus propias fuerzas. En esa situación, todo parecía decir que sobre su vida había caído una noche sin perspectiva de amanecer.
Quien se encuentra en esas simas tiene necesidad vital de que alguien escuche su grito; de que a alguien le importe su vida, descienda hasta el lugar en el que se encuentra y venga a rescatarlo. Al tocar fondo, solo le queda una esperanza: escuchar una voz que pronunciando su nombre venga a su encuentro y ser levantado por una mano fuerte de la que nada ni nadie pueda arrebatarlo.
Existe un punto en el cual todo lo humano se convierte en un grito que pide rescate, liberación para seguir viviendo, o quizá mejor, para empezar a vivir una vida nueva. Donde pensábamos que se nos había abandonado y que ya no había salvación alguna, se experimenta la paradoja de que precisamente ese sufrimiento se convierte para muchos cristianos en lugar de encuentro con Dios; así ha sido y es para muchos cristianos.
De hecho, nuestros jóvenes que se abren a Dios reconocen el abismo del que son salvados por Jesucristo y viven esta memoria llenos de gratitud, con un sentimiento de consolación y de deseo de entrega. Se ponen en camino con una decisión irrevocable de ser cristianos; así, la tierra baldía por largo tiempo recibe el germen viviente de la fe y se hacen testigos creíbles para otros: “Cristo ha dado la vida por mí, yo quiero vivir para Aquel que ha muerto y resucitado por mí. Tú y yo valemos el precio de la Sangre de Cristo”.
¿Seremos capaces de hacer soñar a un joven, en cuyos ojos debería resplandecer la ilusión, la esperanza, la pasión por vivir, pero al que vemos, por el contrario, indiferente, sin querer arriesgar? “Un joven no puede estar desanimado, lo suyo es soñar cosas grandes, buscar horizontes amplios, atreverse a más, ser capaz de aceptar propuestas desafiantes y desear aportar lo mejor de sí”[76]. ¿Nos atreveremos a mostrar otros sueños que este mundo no ofrece?
Algunas tardes recibimos en nuestra casa a grupos de jóvenes con los que compartimos testimonios, inquietudes de la vida, de la fe. Tantas veces nos miran con cara de asombro, como si acabáramos de aterrizar desde otro planeta.
Hace unos meses, en uno de estos encuentros preguntamos:
-¿Conocíais personas consagradas?
-Sí, ‘empantalladas’.
-¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
-Pues… en la pantalla. Me informé en internet.
-Y, ¿qué encontraste?, ¿qué sabéis de nosotros, los consagrados? Contadnos.
-Pues… se dice de todo, y no siempre bueno.
Uno tras otro comenzaron a contarnos lo que habían encontrado en las redes. Parecía que, por informarse en Google con dar un simple clic, nos conociesen de primera mano, aunque no recordaban ni quién lo había dicho, ni de dónde era, ni dónde lo vio:
-Yo, la verdad, que ni sabía que existían, pensaba que era una especie en extinción, algo pasado de moda y, desde luego, que si existían, nada tendrían que ver con mi vida. No me interesa el tipo de gente que habla de Jesús.
-Yo había oído que erais personas tristes, que vivíais ‘una vida heroica’, de mucha renuncia y sacrificio; en definitiva, un camino infeliz que te priva de experiencias a las que a mí me parece imposible renunciar. En fin, como ‘enterradas en vida’.
-¿Acaso es realmente necesario escoger un camino tan radical? ¿No os da pena tener que hacer tantas renuncias? ¿Renunciar a vuestra familia, a un hogar, a un marido, a unos hijos, a una carrera, a tener libertad, a viajar…? ¿No os da pena renunciar a vuestra propia realización? ¿No se puede hacer lo mismo sin ser monja?
Y otros directamente preguntaron:
-¿Y estáis obligadas a quedaros para siempre? Si te cansas, ¿no te puedes ir?
-Antes de responderos -dijo una hermana-, os voy a hacer una pregunta: ¿Qué es lo que más os inquieta?
Rápidamente intervino un joven:
-Cuando a mi móvil se le acaba la batería o cuando pierdo la señal de internet.
-¿Por qué? -le preguntó.
-Es simple, porque me pierdo todo lo que está pasando, me quedo fuera del mundo, como colgado. En esos momentos tengo que salir corriendo a buscar un cargador o una red wifi y la contraseña para volverme a conectar y, si no, no puedo vivir. Quedarme sin batería, ¡esto no me puede pasar nunca!
Deslizábamos nuestra mirada sobre cada uno y nos sorprendía ver que cuidaban de sus móviles más que de ellos mismos y que sabían cuánta batería del móvil les quedaba exactamente, pero no se daban cuenta de que la suya se vacía, de que en plena juventud se les va apagando la vida.
De repente uno de ellos espantado exclamó:
-¿Es posible vivir sin móvil, sin internet, sin WhatsApp, sin Instagram, sin estar constantemente enchufado a las redes…? Y ¿no os aburrís de no conocer a más gente?
A partir de este momento se organizó un gran revuelo en la sala. Lo que más les sorprendía de nosotras era… “¿Vivir sin internet?… ¡Imposible!”.
Vemos jóvenes pasivos que se aíslan frente a sus pantallas; se conectan con el mundo virtual, pero desconectan de la realidad y de sí mismos. Tratan de anestesiar los interrogantes más profundos con un bombardeo de información, pero están muy faltos de formación. Sufren confusión en el sentir, en el pensar y lo expresan abiertamente: “No sé nada, no veo nada, no sé cómo soy…”. La identidad no es un dato ni un número de serie que viene dado, ni una información que pueda buscarse en internet[77].
Ante la baja autoestima de los jóvenes, con el miedo de fondo de no ser amados, las redes les ofrecen cómodamente la posibilidad de camuflar su identidad, y tantas veces se ven obligados a mostrar un ‘falso yo’ para sentirse aceptados, valorados. Solo ellos saben lo que sufren y pelean para adecuarse a estándares irreales e inalcanzables.
Sin duda, son jóvenes hiperconectados, pero a la vez muy sedientos de amistad, de relaciones profundas, de encuentros verdaderos. Pasando tiempo con ellos conocemos sus búsquedas, su dolor, sus deseos, sus necesidades…
El encuentro de ese día, que estaba especialmente animado, podría ser reflejo de ese mundo de lo digital en el que se mueven. El diálogo fluía entre ellos y prácticamente se quitaban la palabra unos a otros:
-Sin internet mi vida sería un aburrimiento. ¿No os parece que las hermanas viven en una nube, en un mundo un tanto irreal?
Una chica desde el otro extremo de la sala saltó:
-Irreales y poco auténticos son nuestros perfiles en las redes, que todos retocamos para dar la imagen que queremos que vean los demás, y la imagen real tiene muy poco que ver con la que exhibimos luego en el ‘escaparate virtual’. Es todo un reto tratar de ‘inventarse a uno mismo’.
-Yo he vivido comparándome con otros, sus vidas me parecían perfectas, fantásticas, desde luego, siempre mejores que la mía. Hasta que un día leí: “Ojalá fuera tan feliz como mi perfil de Facebook”, entonces descubrí que su perfil en realidad era tan poco auténtico como el mío.
-Aunque si somos sinceros, a todos nos coge mucho saber cuántos likes nos dan, ayuda a superarte, a valorarte.
-A mí me encanta hacerme selfies y enviarlos al mayor número de contactos posible; ya sabéis lo que dicen: “Se me ve, luego existo”.
-No sé si a alguien le ha pasado y me puede echar una mano…, antes de la pandemia empecé a salir con un chico que conocí por internet. A través de la pantalla todo iba genial, pero ahora que hemos empezado a quedar, no es como yo pensaba. Cuando estoy con él hace más caso a su móvil que a mí… no habla, no comparte nada. Y en cuanto nos separamos no para de mandarme besos con caritas sonrientes y corazones de todos los tamaños y colores… Estoy harta de sus cariñosos emoticonos. Preferiría que tuviese algún gesto de cariño cuando estamos juntos.
-El otro día caí en la cuenta de que en mi casa hay más pantallas que habitaciones. Cuando llega mi familia cada uno se pone delante de su ordenador, entonces yo también chateo para no estar solo.
-¿A vosotros no os da agobio que te entren cada minuto fotos de comidas, de poses, de miradas al infinito, de ‘mira qué genial el sitio al que yo he venido’…? Parece que si tú no subes fotos es que no vives nada… ¿Por qué todo el mundo tiene que saber lo que hago y dónde estoy?, y si no envías algo al instante te lo echan en cara. No puedo con eso de sentirte tan controlada, sin privacidad.
-A mí me pasa lo contrario, yo sigo paso a paso a mi influencer preferida. Sé todo lo que le gusta, lo que hace y dice a diario y qué piensa sobre cualquier tema. Y además a ella le encanta que la siga, compartimos una relación casi de amistad profunda –dijo una joven que había permanecido durante todo el encuentro con la mirada fija en su móvil que tenía medio escondido en su mochila.
-Yo era influencer y tenía muchos seguidores… ¡Cuantos más mejor! ─dijo una joven muy bella hecha un mar de lágrimas─, y… no sé si sabéis cómo es ese mundo. Me empezaron a invitar a fiestas, disponía a mi antojo de ropa de las mejores firmas, muchos me agradecían lo que les ayudaba mi vida y querían saber todo lo que yo opinaba: lo que vestía, lo que comía, dónde viajaba. Me veía en la obligación de mandar una foto nueva cada día y a la misma hora, por supuesto con una sonrisa como si fuera la felicidad en persona… el show debe continuar.
¿Os imagináis lo que es invertir tiempo y tiempo en alguien que no eres tú, sino solo apariencia? Sin embargo, yo me sentía vacía, con una vida tan falsa, o más bien ‘sin vida’, más triste y sola imposible. En el fondo deseaba que alguien me liberara de ese infierno. Un día decidí desaparecer de las redes y no me está siendo nada fácil adaptarme a la realidad, muy pocos me apoyan y comprenden… ¡Dejas las redes y ya no eres nadie!
Intervino una hermana:
-Al escucharos me sorprende que paradójicamente, el mismo medio que os acerca al mundo entero os aleja de la realidad. Habláis de soledad en la era de los dos mil amigos, de que detrás de un ‘personaje perfecto’ siempre hay una persona que llora. Decís que es necesario ponerse máscaras para sentirse amado, valorado… En definitiva, lo que parecía una vía de escape, casi sin darte cuenta te atrapa y te hace rehén de redes invisibles.
Como los jóvenes sois muy sinceros, ¿alguno se atreve a decir cómo os sentís en ese mundo virtual?… todos conocemos gente y a veces muy cercana que sufre mucho por tema de adicción a internet…
-Sí, yo tengo amigos que lo están pasando fatal porque están enganchados a la pornografía, o a videojuegos, o a juegos de rol; amigas mías con el tema del ‘tiendeo’, de las compras compulsivas, que incluso han necesitado tratamiento para intentar salir de ahí, y debe ser súper difícil.
-Es difícil porque las notificaciones visuales y sonoras te asaltan a cualquier hora, te persiguen con vídeos de todo tipo, imágenes a veces degradantes, y por cierto, una imagen puede dañar más que mil palabras.
-Sí, sí -afirmaba una algarabía de voces-, y luego, aunque quieras, es dificilísimo arrancarte esas imágenes de la memoria. Te atropellan, te bombardean, y la mente no se formatea como un ordenador. Internet siempre te lanza a ver y escuchar más, pero nunca te dirá: “Por hoy ya es suficiente”.
-Yo también he sufrido a causa de las redes. Me han hecho ciberbullying: insultos, amenazas, ¡de todo y más! Algunos en el anonimato detrás de un teclado y una pantalla se hacen los valientes, pero cuando te los encuentras en persona, ‘los leones’ son unos cobardes… ¡me han destrozado la vida!
-Sí, es duro, pero nosotros mismos nos exponemos a recibir comentarios, somos capaces de mostrar nuestra intimidad y dejarla al alcance de cualquiera.
Una hermana puso fin al encuentro con los jóvenes:
-También se puede ser cristiano de fuego y utilizar internet. ¿Habéis oído hablar de Carlo Acutis, el ‘santo de la informática’, como le llaman? En las redes difundía frases que no te dejaban indiferente: “Todos nacen como originales, pero muchos mueren como fotocopias”. Era muy creativo: por ejemplo, hizo un proyecto en que se ocupó de investigar 136 milagros eucarísticos en 20 países y organizó una exposición virtual que recorrió el mundo.
Su pasión por la tecnología y su fe hicieron que se lo conociera como el ‘ciberapóstol de la Eucaristía’ y que se le mencionara como el ‘primer influencer de Dios’, ya que utilizaba el poder de internet para llevar Su Palabra a todas partes.
Una vez más con los jóvenes de hoy llegamos al punto crucial: ¿cómo evangelizar a las nuevas generaciones tan abstraídas y dependientes de los medios virtuales? ¿Cómo llegar a su corazón?
Ayudemos a los jóvenes a que “el resplandor de la juventud no se apague en la oscuridad de una habitación cerrada en la que la única ventana para ver el mundo sea el ordenador y el Smartphone”[78]. Se trata de entrar en el areópago moderno, en el amplio y complejo mundo virtual. Que exista un estilo cristiano de presencia en el mundo digital es un reto que afrontamos todos juntos en la Iglesia. Gracias a la red, el testimonio cristiano puede alcanzar las periferias existenciales para anunciar el evangelio y encender los corazones con la luz y la esperanza de Cristo.
“Pero internet no es suficiente, la tecnología no es suficiente. […] Esto no quiere decir que la presencia de la Iglesia en la red sea inútil, es indispensable estar presentes, siempre con estilo evangélico, en aquello que para muchos, especialmente los jóvenes, se ha convertido en una especie de ambiente de vida, para despertar las preguntas irreprimibles del corazón sobre el sentido de la existencia, e indicar el camino que conduce a Aquel que es la respuesta, la Misericordia divina hecha carne, el Señor Jesús”[79]. Por la fragilidad de los tiempos en que vivimos, necesitamos la presencia del Buen Samaritano, una mano que levanta, un abrazo que perdona y salva, una mirada que inunda de un amor infinito, paciente, indulgente, y vuelve a ponerte en camino[80].
El ‘tú a tú’, el cara a cara con las personas no puede sustituirse por el ‘tú a tú’ del mundo digital. Las relaciones digitales y virtuales nunca podrán sustituir a las relaciones humanas, ni al misterio que se encierra en la ternura de la encarnación. Urge la presencia del amor encarnado, el bálsamo del perdón, la ternura de la compasión, la palabra sincera de aliento, la misericordia de la corrección, la sonrisa que acaricia, porque la vida que Dios nos regala no es una salvación colgada ‘en la nube’ esperando a ser descargada, ni una ‘aplicación’ nueva a descubrir o un ejercicio mental fruto de técnicas de autosuperación. Es una invitación a formar parte de una historia de amor, una historia de vida que quiere mezclarse con la nuestra y echar raíces en la tierra de cada uno[81].
En un mundo frío y desencantado, donde las personas pasan unas junto a otras como viajeros con la mirada distraída y el gesto impersonal, urge que el amor tome carne. Estamos en una época que parece querer desmontar el universo como un juguete que se tiene entre las manos; que ha descubierto los espacios interplanetarios, pero apenas centra su atención en la distancia y lejanía que separan a unas personas de otras; hemos proyectado puentes y viaductos gigantescos, pero no sabemos unir las orillas que nos separan a unos de otros.
En una sociedad que ya no sabe qué es la ternura, urge llevar a todos el amor tierno y misericordioso de Jesús.
En el corazón del cristianismo está la encarnación: Dios se hace hombre en Jesús de Nazaret. Jesucristo ha hecho presente en medio de la historia el corazón de Dios. En Jesucristo se nos ha abierto la intimidad del Padre, la ha expuesto a nuestros ojos, a nuestros oídos, a nuestro tacto[82]. Dios encarnado en Jesús se deja ver, escuchar, tocar. Porque Cristo no habla solo con sus palabras, habla con toda su persona, con todo su ser. Todo lo que es Jesús es revelación de Dios, manifestación del Padre.
En el Evangelio se repiten las escenas en las que la muchedumbre doliente se agolpaba en torno a Jesús. Su presencia despertaba la atención de las gentes y muchos lo seguían, necesitados de ser alcanzados por la misericordia del Buen Pastor. Y, a pesar de que los discípulos intentaran proteger al Maestro, lograban llegar hasta Él y tocar, aunque solo fuese, el borde de su manto.
Hoy hace falta hacer presente a Cristo y es misión fundamental de la vida consagrada. Los consagrados no podemos guardarnos para nosotros la dicha del don que hemos recibido. Hemos de manifestar el don no como quienes lo poseen todo, sino como quien solo tiene para ofrecer el secreto más profundo de su alegría: el Señor Jesús.
El Señor no tiene otros labios, otras palabras, otras manos, otros pies que los nuestros para llevar su amor hasta los confines de la tierra. A la vida consagrada no se nos pide hacer nada distinto a ser en verdad lo que Dios ha soñado con cada uno de nosotros. Se necesita vivir con autenticidad la existencia entera, dejarle vivir en nosotros, y ese es el desafío que el mundo nos lanza.
Es necesario enamorarse profundamente del rostro, de los gestos y de los sentimientos del Amor encarnado para llevar el Evangelio por todo el mundo… “Todo nuestro ser debe gritar el Evangelio sobre los tejados; toda nuestra persona tiene que respirar a Jesús, todos nuestros actos, toda nuestra vida, deben gritar que pertenecemos a Jesús, deben presentar la imagen de la vida evangélica, todo nuestro ser debe ser una predicación viva, un reflejo de Jesús, que grite ‘Jesús’, que haga ver a Jesús, que nuestra existencia resplandezca como imagen de Jesús”[83].
Porque los cristianos, y especialmente los consagrados, deben ser “un mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones somos el único Evangelio que los hombres de hoy todavía leen”[84]. La vida de los consagrados debe ser una especie de introducción a la vida de fe, un impulso para que los distraídos, abatidos, descarriados, fijen su mirada y su pensamiento en Jesús.
A lo largo de los siglos se renueva la misma escena del evangelio de san Juan en la que un grupo de griegos se dirige al apóstol Felipe para decirle: Queremos ver a Jesús[85]. Esta es la petición que tantas generaciones han dirigido a los creyentes: “Queremos ver a Jesús en la Iglesia de hoy; y después escucharemos vuestras palabras”. ¡Hay tanta gente a nuestro alrededor que no abrirá nunca el Evangelio! No leerán jamás las páginas de Mateo, de Juan o de Lucas, no leerán nunca los Hechos de los apóstoles ni sus Cartas… pero, en cambio, mirarán nuestro vivir y tratarán de leer a Cristo a través de nuestra vida[86].
No tenemos otra misión que hacer presente a Cristo de tal modo que puedan tocar la carne de Jesucristo en el hoy de la Iglesia, casa encendida que orienta a los que peregrinan, templo del Dios vivo, pan partido y posada samaritana. La vida consagrada, en la Iglesia, ha de hacerse compañera de viaje de los hombres para anunciarles la verdad, la belleza y la bondad que tantas veces permanecen ocultas en la entraña de la criatura, que espera adormecida que alguien la despierte, porque Dios siempre busca al hombre, como guardián que no duerme ni reposa[87], y nada impide que su libertad pueda hacerse presente en todos nuestros caminos en los que los consagrados habrán de ser presencia del amor, la acogida, el perdón y la vida de Jesús.
Amaos para que el mundo crea[88]… Y aunque nunca faltarán los escándalos y la oscuridad de la infidelidad, es urgente, quizás hoy más que nunca, que el encuentro con Jesús conlleve apreciar la belleza del mosaico eclesial, formado por miles de pequeñas piedrecillas. Al contemplar el mosaico de cerca se puede admirar la belleza de cada piedra colocada en su lugar, pero solo podemos ver lo que expresa si lo miramos en su totalidad. Y ante esa belleza, ¿quién se preguntaría por la importancia de cada una de las piedrecillas si permanece en solitario, aisladamente?
La tesela de un mosaico no diría jamás: “Yo lo soy todo, me basto a mí misma…”. El misterio del mosaico es que no se perciben piedras individuales. Nadie ha venido al mundo al azar; cada uno tiene su hueco reservado porque formamos parte de un mosaico ya existente y no concierne a la piedra buscar su lugar, sino al Maestro de obras.
La vida de los creyentes está entretejida en la estrecha comunión que realiza el Espíritu Santo: cada una es única, ninguna es copia de otra. Cada piedrecilla expresa la infinita creatividad del Espíritu: son semejantes en una magnífica diversidad. Hasta la más pequeña tesela es insustituible e irrepetible, tan preciosa como las demás y hace resaltar la belleza y el valor de las otras. Y ese gran número de teselas, cada una en su lugar, manifiestan el rostro de Cristo; todas ellas están llamadas a hacer visible a Cristo resucitado.
En el mosaico eclesial se hacen visibles los prodigios que Dios realiza en la fragilidad. Este don se custodia en la humildad: no se nos piden grandes hazañas, ni gestas complicadas, sino sencillamente dejar arder en nuestra pequeñez el fuego del Espíritu que nos configura con Cristo y atempera, armoniza y ensambla las piedras vivas.
Elocuentemente describió Von Balthasar esta realidad en el despuntar de su llamada: “Tú no tienes que elegir nada, has sido llamado. Tú no tendrás que servir, tú serás tomado para servir. No tienes que hacer planes de ningún tipo, eres solo una piedrecilla de un mosaico preparado desde hace mucho tiempo. Todo lo que yo tenía que hacer era simplemente dejarlo todo y seguir, sin hacer planes, sin el deseo de experimentar intuiciones particulares. Solo debía estar allí, para ver a qué tendría que servir”[89].
Cada una de las personas consagradas podríamos hacer nuestras estas veraces palabras de Henri de Lubac[90] con el corazón rebosante de agradecimiento:
La Iglesia es mi Madre porque me ha dado la vida. La Iglesia es nuestra Madre porque nos da a Cristo, nos hace cristianos; nos conserva y nos tiene congregados en su seno materno. La Iglesia es mi Madre porque no cesa de mantenerme y porque, por poco que yo me deje hacer, me hace profundizar cada vez más en la vida. Y si todavía en mí la vida es frágil y temblorosa, fuera de mí la he podido contemplar con toda la fuerza y la pureza de su pujanza. ¿Qué podría saber yo de Jesús, qué vínculos habría entre nosotros sin la Iglesia?
Todo lo he recibido de la Iglesia y en la Iglesia; lo que yo le doy no es más que una ínfima restitución, sacada por entero del tesoro que ella me ha comunicado. Me envuelve y me desborda, me ha precedido y me sobrevivirá. ¡No es algo mío!
Amo a nuestra Iglesia, con sus miserias y humillaciones, con las debilidades de cada uno de nosotros, pero también con la inmensa red de santidades ocultas. Amo a la Iglesia de los humildes, tan cercanos a Cristo: todo este ejército secreto, reclutado por doquier, que se perpetúa incluso en épocas de decadencia, que se consagra, que se sacrifica. Amo a esta Iglesia que a veces también se ve abandonada de algunos que lo han recibido todo de ella y se han vuelto ciegos a sus dones.
Los hombres pueden faltar al Espíritu Santo, pero el Espíritu Santo nunca faltará a la Iglesia. Ella será siempre el Sacramento de Jesucristo, tanto por su testimonio como por sus poderes inamisibles. Siempre nos Lo hará presente en verdad. Siempre reflejará su gloria por medio de sus hijos mejores. Cuando parece que ofrece señales de cansancio, una germinación secreta le prepara nuevas primaveras, y a pesar de todos los obstáculos que nosotros acumulamos, los santos resplandecerán siempre.
Solo en la Iglesia de Cristo podemos alcanzar y saciar todas nuestras dimensiones, porque somos criaturas de Dios, y en ella están todas las fuentes de nuestras posibilidades. Y, si por algún extraño misterio abandonase la Iglesia, procuraría volver a ella de rodillas en la última esquina. Suplicaría que me dejaran al menos un rincón, porque fuera de ella no podría ni respirar[91].
¡Sí, en efecto, alabada sea esta gran Madre, en cuyas rodillas todo lo hemos aprendido, y donde cada día continuamos aprendiendo todo!:
Tú, Iglesia, Madre virgen, que envuelves a tus hijos con lazos que no tienen otro fin que el de liberarlos y unirlos en estrecha comunión.
Tú, Iglesia, Madre fecunda, que no cesas de darnos, por el Espíritu Santo, nuevos hermanos.
Tú, Iglesia, Madre universal, que cuidas por igual de todos, de los sencillos y de los grandes, de los ignorantes y de los sabios.
Tú, Iglesia, Madre de la comunión, matriz en cuya unidad todos venimos a ser uno solo en Cristo Jesús[92]. Tú recoges, uno por uno, los hilos de la unidad que tus hijos desgarramos constantemente.
Tú, Iglesia, Madre sierva, que te inclinas humilde a los pies de tus hijos para lavarlos y rescatarlos.
Tú, Iglesia, Madre misericordiosa, que abrazas hasta lo más hondo y levantas del polvo sin humillar.
Tú, Iglesia, Madre amante, que salvas del abismo y, aun en las sombras, reconoces a los hijos que has engendrado.
Tú, Iglesia, Madre paciente, que esperas sin cansarte a tus hijos para lavarlos, sanarlos, redimirlos, recrearlos, resucitarlos.
Tú, Iglesia, Madre sufriente, que tienes una herida en carne viva hasta ver a Cristo formado en tus hijos.
Tú, Iglesia, Madre dolorosa, que tienes traspasado el corazón y asumes en ti el pecado y las dolencias de tus hijos.
Tú, Iglesia, Madre fuerte, que no temes dejarnos pasar por la ‘muerte’ para engendrarnos a una vida más alta, más digna, más santa.
Tú, Iglesia, Madre clarividente, que desenmascaras las falsas ilusiones y disipas las tinieblas en que nos adormecemos y desesperamos.
Tú, Iglesia, Madre atenta, que velas y nos proteges, y nos libras del Enemigo.
Tú, Iglesia, Madre prudente, que muestras el camino de la salvación.
Tú, Iglesia, Madre liberadora, que garantizas siempre el perdón, que atas y desatas.
Tú, Iglesia, Madre orante, que estás siempre presente, permaneciendo profundamente oculta. Gracias a ti nuestra noche está bañada de luz.
Tú, Iglesia, Madre creadora, que enseñas a tus hijos a ser dóciles a la forma humano-divina de amar.
Tú, Iglesia, Madre pura, que nos conservas en una fe siempre íntegra y nos devuelves la inocencia.
Tú, Iglesia, Madre ardiente, que no dejas que se apague el celo por Jesucristo en tus hijos.
Tú, Iglesia, Madre gozosa, que gozas con la salvación de tus hijos y en ti el Señor de la vida nos hace felices.
Tú, Iglesia, Madre humilde, que ensalzas la grandeza de Dios al hacer presente que todo gratuitamente lo has recibido y todo nos lo entregas.
Tú, Iglesia, Madre de esperanza, por ti tenemos en Él la esperanza de la Vida.
Tú, Iglesia, Madre de salvación, que nos muestras que “la gloria de Dios es el hombre viviente”[93].
Tú, Iglesia, Madre de los vivientes, que engendras en la fe y en el amor hombres vivos y nos confirmas en que “la vida del hombre es ver a Dios”[94].
Tú, Iglesia, Madre eterna, que desbordas los límites del tiempo para dilatar nuestra humanidad según la medida de la misma eternidad[95].
[1] “La vida consagrada es memoria viviente del modo de existir y actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos”: Juan Pablo II, Vita consecrata [VC] 22.
[2] VC 105.
[3] Cf. Teresa Benedicta de la Cruz, “Exaltación de la Cruz”, en Obras completas, vol. V, Burgos 2004, 632-634.
[4] Concilio Vaticano II, Lumen gentium [LG] 44.
[5] Hch 15, 26.
[6] Cf. H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 2002, 26.
[7] Cf. H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 2002, 25.
[8] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 20, 7.
[9] H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, 176.
[10] Mt 28, 20.
[11] Mt 25, 34-40.
[12] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes 7.
[13] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes 36.
[14] Cf. LG 44.
[15] Cf. Mt 9, 36; Jn 6, 39; Mt 18, 14.
[16] Cf. Teresa Benedicta de la Cruz, “Elevación de la Cruz”, en Obras completas, vol. V, Burgos 2004, 662.
[17] Jn 1, 35-39.
[18] Benedicto XVI, Discurso a los superiores y superioras generales, 26 de noviembre de 2010: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2010/november/documents/hf_ben-xvi_spe_20101126_superiori-generali.html
[19] Cf. LG 44.
[20] Cf. LG 43 y 44.
[21] LG 43.
[22] LG 46.
[23] Francisco, Vultum Dei quaerere 9.
[24] Rm 5, 5; cf. LG 42 y 44.
[25] LG 42.
[26] Cf. LG 46.
[27] H. U. Von Balthasar, Vocación. Origen de la vida consagrada, Madrid 2015, 12; 15.
[28] Cf. LG 44.
[29] Cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 17, 1.
[30] Cf. J. J. Ayán, «La carne gloriosa de Jesucristo y la unidad de la economía salvífica», Revista española de Teología 60/2-4 (2000) 363; Id., Para mi gloria los he creado, La Aguilera 2016, 185.
[31] Cf. 2 Co 2, 15.
[32] Cf. 2 Co 8, 9.
[33] Cf. LG 43.
[34] Cf. Hb 10, 5-7.
[35] Cf. LG 43.
[36] Cf. Flp 3, 8.
[37] VC 16.
[38] Cf. LG 44; Juan Pablo II, Redemptionis donum 10.
[39] Mt 19, 21.
[40] Juan Pablo II, Redemptionis donum 5.
[41] Cf. LG 11 y 45.
[42] LG 11.
[43] H. U. Von Balthasar, El corazón del mundo, Madrid, 1991, 111.
[44] Ignacio de Antioquía, A los efesios 3, 2.
[45] Cf. Benedicto XVI, Sacramentum caritatis 81 y 88; Francisco, Vultum Dei quaerere 22.
[46] Teresa Benedicta de la Cruz, “El misterio de la Navidad”, en Escritos espirituales, Madrid 2001, 36; cf. Id., “Los tres Reyes Magos”, en Obras completas V, Burgos 2004, 668.
[47] A. Orbe, Parábolas evangélicas, Madrid 1972, IX.
[48] Cf. H. U. Von Balthasar, La oración contemplativa, Madrid 1998, 90.
[49] Cf. LG 46.
[50] Cf. Francisco, Evangelii gaudium 287.
[51] Cf. Juan Pablo II, Redemptoris Mater 46.
[52] Cf. Jn 6, 39; Mt 18, 14; Jn 4, 10.
[53] VC 72.
[54] Pablo VI, Evangelica testificatio 3.
[55] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Orientaciones sobre la formación en los Institutos religiosos, 19: https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccscrlife/documents/rc_con_ccscrlife_doc_02021990_directives-on-formation_sp.html
[56] Tertuliano, Apologético 39.
[57] Cf. Jn 13, 35.
[58] Ignacio de Antioquía, A los efesios 13, 1.
[59] Hch 17, 19-33.
[60] Cf. Mc 10, 21.
[61] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra.
[62] 1 Jn 3, 14.
[63] Francisco, Christus vivit 177.
[64] Cf. Lc 10, 29-37.
[65] Hch 4, 33.
[66] 1 Jn 1, 1.3.
[67] Juan Pablo II, Fides et ratio 102.
[68] 2 Tm 2, 8.
[69] Hb 13, 8.
[70] Mt 28, 20.
[71] Cf. Jn 14, 6.
[72] Benedicto XVI, Carta al obispo de Asís-Nocera con ocasión del VIII centenario de la conversión y consagración de santa Clara: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/letters/2012/documents/hf_ben-xvi_let_20120401_anno-clariano.html
[73] Francisco, Christus vivit 66-67.
[74] Francisco, Audiencia general 28 de enero de 2015: https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2015/documents/papa-francesco_20150128_udienza-generale.html
[75] Jn 5, 7.
[76] Francisco, Christus vivit 15.
[77] Cf. Francisco, Videomensaje para el III Encuentro Mundial de Jóvenes Scholas ORT, 29 de octubre al 1 de noviembre de 2018: https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/pont-messages/2018/documents/papa-francesco_20181101_videomessaggio-scholas-occurrentes.html
[78] Francisco, Mensaje para la XXXIII Jornada mundial de la juventud, 25 de marzo de 2018: https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/youth/documents/papa-francesco_20180211_messaggio-giovani_2018.html
[79] Francisco, Discurso a los participantes de la Plenaria del Consejo Pontificio para los laicos, 7 de diciembre de 2013: https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2013/december/documents/papa-francesco_20131207_plenaria-laici.html
[80] Cf. Francisco, El nombre de Dios es misericordia. Una conversación con Andrea Tornielli, Ciudad del Vaticano-Milán 2016, 37.
[81] Cf. Francisco, Christus vivit 252.
[82] Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 2012, 52.
[83] Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre los evangelios, Nazaret 1898, Meditación 314.
[84] Benedicto XVI, Homilía Miércoles de Ceniza, 9 de marzo de 2011: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2011/documents/hf_ben-xvi_hom_20110309_ceneri.html
[85] Jn 12, 21.
[86] Cf. L. J. Suenens, El cristiano en el umbral de los nuevos tiempos, Valencia 1999, 85.
[87] Cf. Sal 121, 3.
[88] Cf. Jn 13, 34; 17, 21.
[89] AA.VV., ¿Por qué me hice sacerdote?, Salamanca 1961, 13-15.
[90] Cf. H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 2002, 24-27; 31; Id., Diálogo sobre el Vaticano II, Madrid 1985, 113; Id., Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, 187; 190; cf. Y. M. Congar, citado en H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 2002, 32.
[91] Cf. G. Bernanos, Nous autres Français, Paris 1939, 115.
[92] Ga 3, 28.
[93] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 20, 7.
[94] Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 20, 7.
[95] Cf. H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 2008, 295-298.