El don más grande de mi vida
Testimonio de la Hna. Alba
Testimonio de la Hna. Alba
Si echo la vista atrás…, me veo en Valencia (donde vivía), subiendo a un autobús destino a Bilbao. Voy con la mochila preparada para pasar el fin de semana. ¿Qué hago aquí? No lo sé muy bien.
En mi vida normal, los fines de semana suelo vivirlos de manera distinta. El ambiente de la banda de música es mi mundo. Mis padres, mis amigos, mi ‘noviete’. Hoy un concierto, mañana tocamos en esta falla, moros y cristianos en Onteniente. Y me va tan bien que… ‘no me da tiempo a estudiar mucho’.
A mis 17 años ya he podido ver que la vida es cosa seria. He me he dado cuenta de que encontrar trabajo y sacar a una familia adelante no es fácil. He comprobado que salir de fiesta, tomar unas copas puede ser muy divertido pero muy fugaz; y también muy sufriente si el pasarse de la raya se convierte en una costumbre. He sido testigo de que el mundo de la droga no está tan lejos y puede destruir a aquellos a quien quieres.
También he visto la misteriosa belleza que desprende el ser humano cuando lucha por vivir, por hacer el bien, e intuyo… ¿quizá esa fuerza sea Dios? No sé. Sé que no me gusta sufrir ni ver sufrir. Y me pregunto si Dios sufre.
Por eso, en mi escritorio está escrita esta frase: ‘No quiero llenar mi vida de días sino mis días de Vida”; y en la pared de mi habitación hay colgado un poster con la foto de un niño pobre de un país del este de Europa. Quisiera hacer algo, pero ¿qué? La posibilidad de alistarme en las fuerzas en misión de paz de la ONU, que suena un poco a película, no es algo extraño a mí ni a mi entorno. O en cualquier caso, podría hacer una carrera que no me haga terminar en un despacho.
Pero estoy aquí, en este autobús, con un grupo de jóvenes y hermanas del colegio, que se han convertido últimamente en mis amigas, sin otra razón que una pequeña y absurda ‘apuesta’ –que hice hace unos meses con una compañera– y la ‘atracción’ que me ha provocado este primer encuentro con la forma de vivir de los jóvenes cristianos, que intentan tomarse su fe un poco en serio.
Así que no hay más que pensar. ¡A Bilbao! ¡De todo se vale el Señor! De Valencia a Bilbao paramos en Lerma. Y allí hay una plaza grande que es estupenda para bajar a merendar.
¡Sucedió lo inesperado, que cambió mi vida para siempre!
De pronto una hermana nos dice que cerca hay un monasterio de monjas de clausura que recibe grupos, las clarisas de Lerma. Imaginaos, ¡menudo plan! Pensé que no había monjas dentro, que era un museo.
Nos recibieron, y ¿qué pasó? Pues no sé explicarlo, no hubo nada extraordinario; pero, al ver a las hermanas, ¡me encontré con Jesús! Yo no iba buscándolo, me encontró. Y tuve dos certezas. La primera: Dios existe y es amor. Apareció en mi vida un Tú que ya nunca se ha ido. La segunda: la vida entregada de estas mujeres nos llegaba a todos misteriosamente, también al niño del poster de mi habitación.
Cuando volví a Valencia, escribí una carta al monasterio. Les di las gracias por habernos recibido y les dije que no quería ser monja, aunque nadie me lo había preguntado. Me contestaron: ‘Genial, y ya que estás tan inquieta, quizás te ayudaría acercarte a la parroquia’. Esto era un mundo nuevo para mí.
Sin darme cuenta, algo me había cambiado por dentro, aunque mi vida seguía siendo la de siempre. Empecé a ir a la Eucarística casi a diario. Mantenía el contacto con las monjas por carta o por teléfono, y seguía conociendo la fe en el colegio. El encuentro con Jesús se fue convirtiendo en una relación. Me ‘comía’ el Evangelio en los ratos de oración. Me conmovía ver a Jesús decirle al joven muerto: ‘¡Levántate!’, o a la mujer adúltera: ‘¡Tus pecados quedan perdonados!’. Sentía que Jesús estaba vivo, que me lo decía a mí. Se convirtió en lo más íntimo. Seguía saliendo el sábado por la noche, pero con una diferencia, ahora me confesaba e iba a misa el domingo por la tarde.
Después de un año y medio, un día nos reparten un examen suspenso a mi amiga y a mí, a ella la echan de clase y seguido, por defenderla, me envían al pasillo a mí también. Y ‘en ese pasillo’ comprendí que quizá lo que me pasaba era cosa de Dios. Tuve una sospecha: ¿y si esa atracción que Jesús ejercía sobre mí se llamara vocación?… ¡Menudo susto! ¡Y menudo lío!
Sabía que era algo que no venía de mí. Alguien había tocado mi vida. Nunca escuché un ‘sígueme’, como escucharon los apóstoles. Lo que me pasaba se parecía más a lo que dice el Evangelio de Lucas, ‘que unas mujeres, después de haber sido curadas, se pusieron a seguirle’.
En aquel pasillo hubo un terremoto interno. Se trataba de responder a esta propuesta sorprendente. Jesús había tomado la iniciativa, y ahora entraba en juego la libertad. No podía negar que, desde aquella visita al monasterio, siempre había una invitación continua por parte del Señor.
Se dio dentro de mí una guerra entre dos fuerzas. La primera eran ‘las objeciones’. Tenía mucho miedo a hacerles daño a mis padres. Era una decisión que no iban a comprender y que les iba a costar encajar. Además yo quería casarme y ser madre.
La segunda fuerza: si era sincera conmigo misma, había en mí un deseo grande; como si alguien hubiese puesto en mi interior un sí y se tratase de dejarlo salir. ‘Señor, si hay una mínima posibilidad de que esto me esté pasando a mí, ¡me encantaría!’
Pero no pedí ayuda a nadie. En el fondo lo que pasó, aunque no me lo decía de frente, fue esto: Yo creía, con fuerza, que el Señor me llamaba. Las religiosas que conocía de toda la vida eran las del colegio, y quizá a mis padres esta forma de vida les parecería mejor que plantearles entrar en Burgos en unas monjas de clausura. Así que al colegio. Además la vida allí me gustaba, quería a las hermanas y podría ayudar a los jóvenes, como me habían ayudado a mí. Dicho y hecho, ante la sorpresa de las hermanas y con el consiguiente dolor y disgusto en casa.
Pero, como dice el Señor, “mis caminos no son vuestros caminos” y, aunque se le parezcan, al Él no le valen los apaños, ni a una misma tampoco. Estamos muy bien hechos, y el corazón se queja cuando no está en el lugar que Dios ha soñado para él.
La vocación en el colegio era algo estupendo, pero no era mi llamada. La Iglesia es como un gran mosaico. Cada piedrecilla tiene su lugar concreto, y ni para la piedra ni para el Artista vale cualquier hueco. En un lugar que no era el mío, sencillamente me ahogaba.
Jesús tuvo que enseñarme y rendirme a base de misericordia, para que entendiera que no se trataba de llevar yo las riendas sino de seguirle a Él. De caminar detrás de Jesús. De llevar un discernimiento serio, y libremente dejar hacer al Espíritu Santo, que es el Señor de lo imposible.
Y así me trajo hasta aquí. ¿A las clarisas de Lerma? Sí, pero me explico. Entré en las clarisas de Lerma, pero desde el 2010 somos el Instituto Iesu Communio, que aprobó el Papa Benedicto XVI. Hace años me preguntaba ¿Dios sufre? Sí, Dios sufre. Jesús tiene sed de nosotros. Y sufre ahora por los hombres y las mujeres de hoy, de esta Europa que parece tenerlo todo y le falta TODO, porque no conocen el Don de Dios. Por eso, el Espíritu sigue suscitando carismas en su Iglesia como respuesta a la urgente sed que también cada hombre tiene de Dios. Cada día veo a mis hermanas querer responder a este don, que el Espíritu Santo nos está regalando. La comunidad vive en la Aguilera y dentro de poco también aquí, en Godella.
Como decía el Papa san Juan Pablo II: “¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas” (Vita consecrata, 110).
Hoy soy una feliz hermana de Iesu Communio. Que Dios me haya llamado a esta vocación me parece el don más grande de mi vida. Y aún me pregunto con asombro: Señor, ¿cómo lo haces, cómo lo has hecho? Gracias por tanto bien. Tú has estado grande con nosotros y estamos alegres.