Testimonio de la Hna. Ana Isabel Fernández Mairlot publicado en la revista “Entiba”, del Colegio oficial de Ingenieros de minas del noroeste de España
“¿Que te vas a un convento?… ¡Con 26 años y en pleno siglo XXI!, ¡ya no se lleva! ¿No serías más útil en el tercer mundo realizando proyectos de ingeniería y ayudando a los más desfavorecidos?” Estas preguntas o similares escuché repetidas veces al dar la noticia de mi ingreso en un convento en febrero de 2010. Comprendía estas preguntas, incluso no me extrañaban, porque yo también me las había planteado meses antes.
Empecé la carrera de Ingeniería de Minas en Oviedo, en principio porque me encantaban las ciencias: geología, matemáticas, dibujo, medio ambiente… Pero enseguida descubrí que había también un anhelo más profundo: deseaba que mi trabajo y mi vida fuesen para los demás, sabía que la vida era algo muy grande. Desde pequeña me impactaban mucho las noticias de catástrofes naturales; me dolían, sobre todo, las muertes que quizá podían haberse evitado con un trabajo competente. Soñaba con ir a África a aplacar el problema de la escasez de agua, evitar los daños por derrumbes de minas en países con condiciones precarias, poner medios para frenar las consecuencias de deslizamientos e inundaciones… Y con todos estos deseos ingresé en la escuela.
Además de estudiar, entraba, salía, me enamoraba y me divertía como cualquier joven de mi edad. Desde pequeña, Dios estaba presente en mi vida de una forma muy natural, y todo lo referente a Él me atraía muchísimo. Descubría cómo la relación con Dios te lleva a querer con todo el ser hacer el bien a los demás, y por eso me apuntaba a colaborar en la Iglesia donde podía: catequista con los grupos de jóvenes, grupos de oración, peregrinaciones, voluntariados… Cuando miro atrás, veo la gran suerte de haber podido compartir gran parte de mi tiempo con inmigrantes, discapacitados, ancianos, niños en situación de riesgo, aunque realmente recibía mucho más de lo que daba. Con ellos empecé a comprender que el dolor más profundo no es tanto la pobreza o la enfermedad como la necesidad de amar y ser amados, de tener un sentido para levantarse un día tras otro con esperanza. Yo podía animarles, aliviarles un tiempo, pero ¿quién podía sanar su corazón?
El curso 2003-2004 marcó un cambio en mi vida. Había llegado a un punto en el que toda esta ilusión se estaba apagando al no tener con quién compartir lo que deseaba en verdad vivir.
El encuentro del Papa Juan Pablo II con los jóvenes en Cuatro Vientos (Madrid) y una peregrinación a Santiago meses más tarde me despertaron, volvieron a abrir el horizonte deseado. Vi una Iglesia viva y joven, que irradiaba alegría y me confirmaba que seguir a Jesucristo hace personas libres y felices.
A partir de estos encuentros, la sed de Dios se volvió más acuciante. La fe que había recibido desde niña empezó a madurar y a hacerse más mía, más real; ya no me bastaba “darle unas horas a Dios y a los demás”, deseaba que Él cogiese todo mi tiempo y mi vida. Todos, en el fondo, sabemos que la juventud es el tiempo de las grandes decisiones, y no quería quedarme en una vida mediocre y acomodada.
Estaba en el último año de carrera cuando cayó en mis manos el libro de ‘Historia de un alma’, de Santa Teresita del Niño Jesús. No podía creer lo que estaba leyendo, ¡los escritos de una monja contemplativa coincidían con los deseos más profundos de mi corazón!: ser esposa de Cristo y abrazar en Cristo el dolor de la humanidad. Así empecé a intuir que podía tener vocación. Ahora lo veo claro, pero en su momento fue, sinceramente, un susto: “¿Religiosa yo?”
Terminé la carrera y me ofrecieron la oportunidad de trabajar como becaria en el Grupo Hunosa en el departamento de Nuevos Desarrollos, mientras terminaba el proyecto fin de carrera. Durante los casi dos años que pude trabajar como ingeniera —hasta mi ingreso en la comunidad—, estaba con mis compañeros y veía que sus objetivos, los proyectos en los que ponían todos sus esfuerzos, no correspondían con lo que yo me sentía llamada a vivir. Ellos tenían grandes ilusiones y sueños con su decisión, pero yo sentía que mi corazón se iba encogiendo poco a poco, parecía que se me ‘escapaba la vida’. Así intuí que yo estaba llamada a responder de otra forma al sufrimiento del hombre, que estaba llamada a ayudar de otra manera.
Por eso, aunque miedo, tenía una gran ilusión por encontrar mi sitio en el que poder vivir lo que mi corazón anhelaba. Fui a conocer a las Carmelitas Descalzas, y meses más tarde a las Misioneras de la Caridad. Este periodo de búsqueda fue precioso, porque pude ver consagradas felices y conocer distintos carismas de la Iglesia, descubrí tanta riqueza y belleza en personas consagradas… Pero, a pesar de todo, en ningún lugar sentía que encajaba.
Años antes, junto con otros amigos, había ido con una excursión a conocer a las Clarisas de Lerma (hoy el Instituto Iesu communio), pues dos jóvenes conocidas mías habían ingresado allí con ellas. En posteriores visitas me fui dando cuenta de que en ellas veía lo que deseaba vivir; hablaban el lenguaje que mi corazón entendía y tenían el mismo deseo que yo. Veía en ellas esposas, madres, mujeres de verdad. Pero no acababa de creer que algo tan grande pudiera ser para mí y, además, ¿para qué iba a querer Dios que yo estuviese en un convento donde ya había 140 hermanas?, ¿acaso no sería mejor que fuese a un lugar donde pudiese ser más ‘útil’?
Poco a poco estreché mi relación con ellas, y se fue haciendo cada vez más evidente que estaba llamada a esa vida y misión… ¿Cómo lo supe? Por la alegría y la paz que me daba ser una de ellas.
Así de sencillo: cambié el estudio sobre el aprovechamiento del agua de mina por el agua que sacia de verdad una vida: Jesucristo.
Hoy, junto con mis 200 hermanas, quiero ser presencia de Jesús en comunión con ellas. En verdad, solo Él es el único que puede saciar la sed más profunda del hombre.
Me preguntabais si echo de menos mi trabajo como ingeniera de minas. Quiero deciros que me encantaba, me parece un trabajo interesante y creativo, pero a la vez todos sabemos que el trabajo no es el fin del ser humano, sino un medio para desarrollarse, relacionarse y ayudar; y sobre todo, me encantó tener unos compañeros estupendos, ¡pero mi vida ahora me fascina!, soy feliz en la voluntad de Dios. Gracias a todos, y no dudéis que rezo por cada uno.
Hna. Ana Isabel