Recostada la Madre, un humilde carpintero ‘se hace cuna’ para su Dios
A la luz del Evangelio de Navidad
Duerme, Madre, duerme, que el Niño quiere verte dormir…
¿Por qué tendrán que ser los belenes tan movidos…? Os vemos siempre moviéndoos juntos: “Toma contigo al Niño y a su Madre” (Mt 2, 13); y tú, José, tomas en ti al Niño y a la Madre. Era necesario peregrinar ya desde el nacimiento, porque no podía nacer en Nazaret quien había de nacer en Belén. De Nazaret a Belén, de Belén al exilio en Egipto, siempre prontos a la voz del Padre que os guía.
Vosotros, peregrinos, siempre en camino; pero nuestro corazón quiere pararse, quedarse fijo en la hora de tu encarnación, de tu inmenso amor por nosotros. ¿Quién no desea contemplar y detenerse hasta en el más pequeño gesto? Ojalá se frenase el tiempo y los minutos no pasasen.
¡Ay, Jesús, detén tu nacimiento hasta que nuestros ojos se gasten en tu contemplación y no nos retiremos hasta haberte aprendido de memoria! Queremos pasar el día gozando de tu incomparable ternura y caridad.
La mirada creyente no puede resbalar sobre la realidad… ¡Qué diminuta es la cueva!, y nadie se estorba. Qué pequeño es el pesebre… aquí, ¡cómo es posible que en tanta pobreza quepa tanto amor!, todo es tan humano y tan divino.
El Niño levanta el piececito y la Madre lo besa entre sonrisas y lo da a besar; san José, ensimismado, con los ojos y los oídos despiertos… y ¡qué abiertos, Dios mío! Sus ojos inquietos van hacia la Madre, de la Madre al Niño y del Niño al cielo.
El asno y el buey, echaditos a un lado y a otro, no pierden detalle; no hacen nada, nada más que estar allí, respirar, ser ellos mismos. No saben hablar, pero sí reconocen el uno a su Amo y el otro el pesebre de su Dueño (cf. Is 1, 3). El buey mira y el asno oye, ambos sin prisa. El asno, orejudo, escucha lo que allí se llora o se dice; el buey, que tampoco parpadea, ‘ojoplático’, no se cansa de mirar. ¿Entenderán algo?
José no ve la hora de tener a Jesús entre sus brazos. O quizá… no ve la hora en que la Madre se recueste un poco y tome algún descansillo. Por fin el Niño pasa de los brazos de María a los de José. ¡La Trinidad entera está en brazos de José!
José dice a María: “Ahora debes descansar. Duerme, Madre, duerme, que también el Niño necesita verte dormir. Puedes estar tranquila, yo estaré velando y mis ojos no se apartarán del Niño”.
En la cueva de Belén eran tres y eran uno. Los tres descansan en el Misterio.
María adormece al Niño con sus nanas y comienza a tararear una canción de cuna; san José se conmueve y la acompaña en silencio con el movimiento de sus labios, de sus manos y de sus pies.
Y después canturrea José, que improvisa también su nana: “Ea, duerme, recién nacido, pan de mi carne, luz caminante, duerme, que hasta el viento calle, duerme en los brazos del Padre, que yo velo contigo el sueño de Dios”.
José, mientras acunaba con ternura al Hijo de Dios, se preguntaba por un don así: “¿Cómo es posible que el Hijo de Dios esté entre mis manos y yo deba custodiarlo? Yo, que soy un simple carpintero de Nazaret y solo sé serrar, clavar y adornar cunas… ¿podré ahora ‘hacerme cuna’ donde mecer al Creador del universo? ¿Cómo custodiar al Dios providente, Dueño y Señor de todo, cómo darle yo cobijo, tiempo y ternura? ¿Sabré amarle? ¿Cómo es posible que la omnipotencia llegue envuelta en pañales?”. Sus palabras caían en cascada sobre el Niño.
El Hijo de Dios asumió la fragilidad de la criatura a lo largo de toda su vida humana, desde el pesebre hasta la cruz. El amor necesita estar de acuerdo con la fragilidad. Dios Padre cuida de su Hijo queriendo pasar por los cuidados sencillos de María y José. Y así, Dios encarnado se nos presenta en nuestra familia, pidiendo nuestro cuidado y ternura.
Amar significa no decir más ‘yo’ sin decir ‘nosotros’. Ese ‘nosotros’ que Dios nos confía son nuestra familia, nuestra ‘Sagrada Familia’, dada y confiada por Dios.
La Madre Teresa de Calcuta afirmó: “El amor empieza en casa, es allí donde debemos empezar a amarnos unos a otros. No podremos dar nada a los demás si nuestra vida no está llena de amor de Dios, si nuestros corazones no están limpios. Jesús dijo: ‘Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios’. Si no vemos a Dios unos en otros, es muy difícil amar en verdad”.
¡Que ninguno de los que Dios te ha confiado quede solo y sin amor, sufra el frío o el vacío! El amor sabe abrazar la fragilidad e impulsa a cuidarnos y comprendernos unos a otros. En Navidad, los cristianos no evocamos un hecho histórico sin más, sino que confesamos con nuestra vida el don de Dios: el amor de Dios está con nosotros, entre nosotros, y su amor vence siempre:
“Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente si alguno tiene queja contra otro; como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Col 3, 12-13).
Navidad es la fiesta de los ‘niños del Reino’. Gracias a quienes habéis hecho luminosa mi infancia y habéis llenado mi vida de sentido ayer y hoy. Gracias a los que me enseñáis a vivir en bienaventuranza, los limpios de corazón que veis a Dios y lo hacéis presente. Gracias porque me enseñáis a no tener miedo a las espinas en las que florece la vida.
Dichosos quienes encarnan la Navidad.