Un gran Amor abrazado en el corazón…
Testimonio de Madre Verónica sobre «vocación y discernimiento»
Testimonio de Madre Verónica sobre «vocación y discernimiento»
Cuando el P. Javier Vega me invitó a dar un testimonio sobre Vocación y discernimiento, pensé: ¿Qué desearía compartir con mis hermanos sacerdotes y seminaristas? Sencillamente, es imposible sostenerse feliz en el sacerdocio o en la vida consagrada sin tener un gran Amor abrazado en el corazón… ¡un gran Amor abrazado en el corazón! Solo el amor entraña el impulso de la perseverancia hasta el fin.
No le es suficiente al discípulo seguir una causa; desea intimar, adentrarse en la persona del Amado. Si interrogásemos a los discípulos… el impacto de esa voz de fuego: Sígueme, creo que lo explicarían como un enamoramiento. Cristo conquistó su corazón, fueron imantados por la belleza, la verdad y la bondad de su Persona. El enamoramiento no es algo que se decide, es un vuelco del corazón, ¡sucede!, acontece, sin casi decidirlo nosotros: Fueron, vieron y se quedaron con Él aquel día[1].
No podré olvidar jamás unas palabras del querido y recordado obispo D. Eugenio Romero en mi última conversación con él, pocos días antes de partir al Padre. Le pregunté: “Padre, ¿cómo cuidar nuestra lámpara para que nunca se apague?”. Cerró los ojos, como discípulo fiel que no acertara a responder sin entrar en la quietud de su Maestro… y, como en cascada, dejó caer cuatro claves:
Cuatro claves que, por venir de un maestro de vida, son un legado a desentrañar y custodiar a lo largo de toda la vida, y esta es la reflexión que hoy deseo compartir con vosotros.
Nos llamó para estar con Él. No podemos permitir que se abran heridas en la identidad, en la total pertenencia a Cristo. Al corazón no se le engaña; tiene hambre y sed de un único Amor.
Precisamente recordé estas palabras orando a la luz del pasaje de Jesús y la samaritana[2].
Esta vez no me detuve tanto en el dame de beber, sino en cómo, con gran paciencia, Jesús conduce a la mujer sedienta a realizar una confesión: No tengo marido. Quedé impactada.
Jesús, antes de darle el agua que puede calmar la sed más honda de su corazón, le envía a buscar a su marido: Vete, llama a tu marido y vuelve aquí. Entonces su sed salió a la luz por completo: No tengo marido. Jesús completa su sinceridad: Has dicho la verdad, que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es marido tuyo. La mujer no se defiende, no busca escapatoria, acepta la luz proyectada sobre su vida.
¡Cuánto nos cuesta a nosotros mismos decir nuestra verdad más última! Pero Aquel que escruta los corazones nos ayuda a ver el abismo entre lo que Él promete y la vida que en el presente llevamos. “¿Dónde sacias tu sed? ¿Dónde está tu corazón?”.
Con qué clarividencia expresa Benedicto XVI el decaer de una vocación sacerdotal:
«Cuando, como obispo y como hermano en el sacerdocio, me he puesto a reflexionar sobre las causas que hacen que poco a poco se vaya desmoronando una vocación tan entusiasta y tan esperanzada en sus comienzos, siempre he llegado a la misma conclusión: ha habido un momento en que ha dejado de existir la oración callada y silenciosa, desplazada tal vez por el ruidoso celo por tantas cosas como hay que hacer. Pero ahora es un celo vacío, porque ha perdido su empuje interior. En algún momento también se ha abandonado la confesión y, con ello, la renovación desde dentro en presencia del Señor […]. Es irrenunciable ese “estar con Él”, que debe constituir siempre la pieza central del servicio sacerdotal; solo esto permite mantenerse firme en tiempos difíciles»[3].
A la luz de esta clave, deseo compartir con vosotros la carta de un sacerdote que me parece sincera y transparente y quizá podría ser la carta de cualquiera de nosotros, también de una persona consagrada que vive en un convento. Leo la carta del sacerdote:
«Madre, el otro día salí “chamuscado” de vuestra casa con la imagen de los bomberos que acuden afanados a apagar un incendio con las sirenas encendidas y, al llegar al lugar, se dan cuenta de que no tienen ni una gota de agua en los tanques. ¿De qué sirve salir corriendo a socorrer a otros, vacíos de oración, olvidados del Espíritu Santo?
Vuestras palabras fueron fuego directo al corazón: “A veces nos preocupamos tanto de la sed de los otros que nos olvidamos de nuestra propia sed”.
Debo enfrentarme a mi verdad. Se me va descolocando todo, ¡hasta la fe! Yo la creía como un torreón fuerte, pero ahora está asediada por un ejército de dudas, y me invade la debilidad.
Hace unos días entré en la iglesia y sentí extrañeza, un gran vacío, ausencia de su Presencia: palpé una gran soledad. La belleza y dulzura de su casa ya no ejercían para mí el mismo atractivo de antes. Una tristeza infinita me hizo gritar: ¿cómo he llegado hasta aquí? Como escribe san Agustín: “Queriendo, he llegado a donde no quería. Apoyado en mí, carezco de estabilidad”.
No puedo dudar de la llamada. Me ordené lleno de alegría. La persona de Jesucristo irrumpió en mi vida y me arrebató. El sacerdocio me parecía un don inestimable. Daría lo que fuera por volver a experimentar los días en que mis manos temblaban ante el misterio en la consagración, y sin embargo ahora…
Recién ordenado, comenzaron a darme responsabilidades, a considerarme, desde el inicio tuve el apoyo de mi obispo… y confieso que eso me gustaba, me sentía valorado. Pero rápidamente todo empezó a tragarme. Me enredé en mil ocupaciones y quedé atrapado por el activismo: la parroquia, las familias, los enfermos, los pobres, los jóvenes, las peregrinaciones y campamentos, las diversas actividades pastorales, las interminables reuniones en las vicarías y delegaciones… Hice de la misión el centro de mi vida y quería responder y agradar a todos, demasiado preocupado por dar una talla, comparándome con otros sacerdotes admirados y tratando de imitarlos. Valoré mi vida y la de mis compañeros sacerdotes por los éxitos cosechados. ¿De qué me sirve ser tan buscado y reconocido, si yo siento dentro de mí un gran vacío?
A veces he sido tentado de caer en un victimismo: soy siempre “el que da”, aquel del que se esperan soluciones y respuestas. Me descubro huyendo de las dificultades que me plantean, rehuyendo a las señoras de la parroquia para que no me encuentren en el despacho. Unas veces no cojo el móvil bajo excusa de estar atendiendo a alguien y otras veces salgo disparado fingiendo que me llaman al móvil…
Vivo la vida a una velocidad de vértigo. Muchos días celebro la Eucaristía como un autómata, con rutina, con prisa por lo siguiente, por lo que siempre me parece urgente. Rezo precipitado la Liturgia de las Horas, y a destiempo, y mis ratos de oración los convierto en lectura de algún libro de espiritualidad o de teología. Pospongo el Sacramento de la Penitencia y me cuesta estar disponible para la dirección espiritual porque siento mucha inseguridad. Vivo queriendo sanar a otros y soy yo el que necesita sanación.
Me siento solo en medio de una multitud que reclama al pastor, pero yo siento pérdida de vida. Trato de paliar la soledad tantas veces enfrascado en el ordenador, en los correos, en arreglar papeles y, a veces, incluso buscando compensaciones que aún me consumen más.
¿Para esto me hice sacerdote? ¡Yo sé que no! Creo que di por supuesto el amor y lo dejé enfriar. En el fondo, fiel a sus cosas, pero sin estar con Él».
Queridos seminaristas, no os asustéis. ¿Está en crisis este sacerdote? ¿O, al tener el valor de pararse y ponerse frente a la verdad, puede ser este un tiempo de gracia, un tiempo favorable?
En el Evangelio de Mateo se anuncia que el sol se oscurecerá, que la luna ya no dará luz, que las estrellas caerán del cielo… Entonces es la señal de que llega el Hijo del hombre. Cuando comienzan a desplomarse los astros que constituyen nuestros puntos de referencia que parecían irrenunciables, puede ser el despuntar de un nuevo adviento[4], un momento en el cual el Señor pueda por fin traspasarse a nosotros y hacerse realidad ese «vivo yo, mas no soy yo, es Cristo quien vive en mí»[5]. Él quiere que nuestra trampa se rompa y escapemos; porque «quien se prefiere a sí mismo termina por perderse a sí mismo» (Benedicto XVI).
Tantas veces son necesarios años para comprender que mi seguimiento no consiste en conquistar un reino para Cristo, sino en dejar que venga a nosotros su Reino. “No estás lejos del Reino[6] —podría decirnos también hoy Jesús—, ¿pero estás dentro? ¿Me estás siguiendo como siervo o como héroe conquistador?”. Su gracia consiste en hacernos salir de nuestro territorio a su reino de servicio y humildad. Es necesario ayudarnos a pasar de una primera respuesta generosa, llena de celo y fuerte, pero tantas veces según los propios criterios, sin dejarme a mí mismo, a la adhesión rendida a Cristo y a su querer. Todo debe ser entregado, también nuestros talentos, capacidades, que podrían llegar a esclavizarnos si no son puestos al servicio de la Iglesia.
Me conmueve, en el capítulo 21 de Juan, contemplar un nuevo encuentro, ahora entre el Resucitado y Pedro, como una segunda etapa de la llamada. Es el Resucitado el que, en la victoria de su amor, ilumina y caldea el corazón herido de Pedro: ¿Me amas? “Tú lo sabes todo… ayer me viste en el patio del sumo sacerdote, pero Tú sabes que te quiero”.
Qué bien comprende ahora Pedro quién es Jesús y quién es él. Necesitaba sentirse amado cuando no tenía nada que presentar para ser merecedor del amor. Ha conocido que el amor de Dios es amor totalmente gratuito y no premio por la propia bondad y los esfuerzos de la entrega. Ya no afirmará más: Daré mi vida por Ti[7], sino: “Daré tu Vida en mí”.
Volviendo a abrazar al Amor: ¿Me amas?, acoge también el verdadero don del discipulado: Sígueme.
Nunca puede haber lugar para el desánimo o el desaliento, que podría incluso comprometer la maduración de la vocación. Pasemos a la otra orilla[8], a la orilla del Resucitado… Y allí solo una pregunta: ¿Me amas?
Fue en esta clave donde D. Eugenio y yo nos detuvimos más. Le conté dos momentos decisivos en mi vida. ¡Él gozaba tanto compartiendo la fe! Y me dijo: “Esta experiencia no es solo para ti, la fe al comunicarla crece”. Pues esta es mi ocasión.
Además, creo que el despuntar de mi vocación tiene mucho que ver con Valencia. Aquí por primera vez vi a san Juan Pablo II. Fue en una Misa con ordenaciones sacerdotales —se ordenaba mi hermano mayor—, el 8 de noviembre de 1982 en el Paseo de la Alameda, junto al cauce del río. Me cautivó la belleza y plenitud que vi en Juan Pablo II y pensé: este hombre tiene un gran Amor en el corazón, verdaderamente está desposado y es padre, con una fecundidad única.
San Juan Pablo II no se limitaba a celebrar la Eucaristía, sino que era eucaristía con Jesús. La Eucaristía era su forma, traspasaba su vida y su vivir.
Este testigo de Cristo fue un terremoto de gracia en plena adolescencia. A partir de este encuentro mi corazón quedó tocado: ¡lo que te estás perdiendo…! ¿De qué te sirve ganar el mundo entero si te pierdes a ti misma? Comprendí el gozo incomparable de ser cristiana y que la llamada de Dios, la virginidad, es un precioso don, no es una renuncia al amor… ¡que solo la apertura al Espíritu Santo configura y da plenitud a una vida!
Y el segundo momento es una experiencia vivida en una Eucaristía al inicio de mi vida religiosa. Pero para entender esa gracia de aquel día quiero contaros antes mi rebeldía.
Mi camino de seguimiento a Cristo —para los que no me conocéis— comenzó en un monasterio de clarisas, de clausura, hace 34 años. Cuando se entra en la Orden franciscana, las primeras palabras que se escuchan felizmente y se graban en el corazón son: “La forma de vida es vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, sin glosa”. Y me dije: “A por ello”. Cuando uno ama, quiere conocer todo de la persona amada. Y comencé a devorar el Evangelio y a leer todo lo que me pudiese dar luz para entender el Evangelio: los Padres de la Iglesia, grandes teólogos, textos de los Papas, la espiritualidad de los santos que encontraba…
Al adentrarme en el Evangelio me fascinaba Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre. Me enamoraba su amor humano-divino, que me hacía exclamar: “¡solo Tú, Señor, solo Tú! ¿A quién voy a seguir?”.
También me encontraba a mí misma en el Evangelio, porque en la Humanidad de Cristo iba descubriendo mi identidad, mi vocación, misión y destino.
Pero tengo que confesaros que en cada Eucaristía, al llegar a la súplica: “No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme…”, me causaba rebeldía. Que no era digna de que entrara en mi casa me era evidente, pero que una palabra suya me bastara no me era tan evidente… Y le decía: “Señor, a mí no me basta solo tu palabra para atemperar mi sed de amor, ¡te necesito a Ti como inseparable vivir!”.
Me consolaba ver que a otros también les pasaba como a mí. Qué bien expresaba esta sed el P. Orbe, jesuita, con su ternura de “niño del Reino”: «Tengo hambre inmensa de tu Persona, de todo lo tuyo, de tu Carne y Sangre. El abrazo me parece poco, Jesús. Yo soy tuyo, Tú eres mío, busco la unidad, busco un mismo querer y no querer, un espíritu en dos cuerpos, ni siquiera dos cuerpos. Busco ser una sola carne contigo, carne sacerdotal»[9].
«La entraña de la criatura, precisamente por ser criatura y absolutamente dependiente de su Creador, tiene entrañas de oblación, de ofrecimiento, de eucaristía», como escribe Juan José Ayán en su libro Para mi gloria los he creado.
En estas peleas, fui a un cursillo de formación con otras hermanas clarisas. Tenía 27 años. El cursillo lo impartía un franciscano, al que le pude comentar en privado:
—Padre, no puedo dudar de la vocación, de que Cristo es el Amor de mi vida, pero desearía vivir más plenamente ese «ser mujer, esposa, madre».
—¿Eres tú la que deseas esto? —me preguntó.
—Claro…
—¿O más bien es Él quien ha puesto en ti ese deseo que solo Él puede llevar a plenitud? Te pregunto: ¿tú vives la Eucaristía?, ¿vives de la Eucaristía?
—Sí, creo que sí…
—Si ahora Jesús estuviese aquí presente, real, en carne, ¿qué harías?
—Pues… padre, ¡me lo comería a besos! Lo abrazaría para no soltarlo jamás.
—Hermana, tu sed esponsal es sed eucarística. Vayamos a la Eucaristía…
Aquel hombre me indicaba la luz: He ahí el Cordero de Dios[10]. Me abría los ojos, que yo tenía retenidos. El Amor estaba ahí delante de mí en cada Eucaristía, y yo tan torpe para reconocerlo… Me invitaba a tender todo mi ser hacia Él y dejarme tomar.
Dios me salió al paso cuando aquel padre, en la homilía, hizo memoria de los gestos de Jesús en la Última Cena: “Jesús tomó el pan en sus manos, levantó los ojos al cielo y lo bendijo, lo partió y se lo dio a sus discípulos. Estos cuatro gestos —decía—, tomar, bendecir, partir y repartir, expresan la vida de Jesús”.
Tomó el pan en sus manos, manos de Rey y Siervo…
El sacerdote tomó una forma sin consagrar y dijo: “El Señor nos da su Cuerpo en forma de pan”.
Jesús, siendo Dios, se hizo el más Pobre de los pobres. El pan tenía un significado especial en la vida de Jesús. No es casualidad que eligiese esta realidad pobre y simple: solamente granos de trigo y agua le dan consistencia, y llega a ser pan por medio del fuego. El pan es maleable, dócil al trabajo de unas manos; incluye la disposición interna a dejarse romper en pedazos para ser repartido y consumido.
El sacerdote explicaba la similitud del pan con nuestro ser de criatura: la criatura es pobre, indigente, necesitada del don de Dios incluso para existir.
Jamás un pan soñaría que por sus propiedades fuese digno de transformarse en el Cuerpo de Cristo. Tampoco la criatura osaría jamás ni soñar el don que su Creador le reservaba, ser morada de la Trinidad: Vendremos a él y haremos morada en él[11].
Ni nuestra pobreza ni el pecado impiden la sobreabundancia de amor de Dios: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado… Nada ni nadie puede impedir que Dios sea fiel a su designio salvador.
Jesús levantó los ojos al cielo… y lo bendijo
—Muy pronto —prosiguió el sacerdote—, cuando levante con mis manos el pan y el vino, tras la efusión del Espíritu del Resucitado, contemplaréis que el pan y el vino son ahora el Cuerpo y la Sangre de Cristo; y entonces vuestro corazón, también levantado hacia el Señor, exclamará: ¡Este es el misterio de nuestra fe!
—¿Creéis que este pan es Cuerpo de Cristo? —preguntó.
Yo pensé: ¡Sí, qué misterio tener fe! Sí, creo firmemente que este pan es el Cuerpo de Cristo. ¡No puedo mirar sin creer!
—Un paso más… —continuó con tono de gravedad el sacerdote—. ¿Creéis también que en la criatura está presente Cristo?
—Creo, Señor, pero aumenta mi fe… Creo que el pobre pan es portador de la riqueza de Cristo. Y creo también que la criatura, pan-vino, es capaz del don de Dios, portadora de la Vida de Dios. ¡Qué misterio el don de la fe!
Partió el pan…
El sacerdote partió el pan… Cómo se me grabó el chasquido, el ruido de este momento dramático, santo. El dolor del pan partido hace estremecer a toda la Iglesia.
Jesús, rompiendo el pan, se rompía a sí mismo, obedecía hasta la muerte. Se rompe un pan de cruz y obediencia; y se escucha un “sí, Padre, por ellos me consagro”.
Ante este gesto sacrificial, de inmolación, el sacerdote nos invitaba a no estar pasivos en la Eucaristía. Porque, como decía san Agustín, «es también nuestro misterio el que se celebra en el altar», Él quiere hacer de nuestra vida eucaristía, ser eucaristía con Él…
«La Eucaristía, instituida antes de la cruz, incorporó anticipadamente también a los discípulos al sacrificio de la cruz. La Iglesia no puede celebrar el sacrificio de la Misa sin ofrecerse a sí misma para ser sacrificada junto con Cristo»[12].
Y el sacerdote nos invitaba a poner, junto con el pan, nuestra vida: «Dentro del yo grande de Cristo está comprendido el pequeño yo del Cuerpo que es la Iglesia. Está incluido también tu pequeñísimo yo que, a su vez, dice a los que tiene delante: “Tomad y comed, este es mi cuerpo que quiero ofrecer en sacrificio por vosotros”»[13]. ¡Qué misterio!
De lo más profundo del corazón nace esta súplica: rómpeme como te rompiste Tú para dar a luz a la Iglesia; quiero ser «pan puro de Cristo», expresaba el corazón ardiente de san Ignacio de Antioquía.
Lo repartió: “Tomad mi Cuerpo entregado, tomad mi Sangre derramada…”
Escribía Von Balthasar: «En la Eucaristía arde nuestro corazón; es como una declaración de amor del corazón ardiente de Dios». ¡Qué incomparable ternura y caridad! La Eucaristía es el sacramento de la comunión nupcial entre Dios y el hombre.
Por la Eucaristía, Él se traspasa a mí; su amor humano-divino está en mí. El Cuerpo de Cristo en mi cuerpo, su Sangre en mi sangre, su Espíritu me configura a Él y me hace un solo cuerpo con mi comunidad eclesial: Que ellos también sean uno en nosotros[14]… Sed esponsal, sed de comunión.
La Eucaristía es el más acabado de los abrazos salvadores que el Creador ha dado a su criatura, ¡beso de resurrección que configura, redime, santifica y salva! Dios salva ungiendo, cristificando en el Espíritu Santo.
«He aquí la mayor de las gestas de la historia: que la carne, en su debilidad, lejos de ser enemiga del Espíritu, sea portadora del mismo. El hombre es llevado a vivir en carne y sangre a la altura del Espíritu, a plenitud insospechada»[15]. Porque «la gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es ver a Dios», decía bellísimamente san Ireneo.
Sí, entonces sí, ciertamente la forma de vida es vivir el Evangelio… ¡Vivir!
Cuando entrañas el Cuerpo de Cristo, cuando la Palabra se hace carne, entonces el Evangelio es tu inseparable vivir, da sentido y respuesta a la vida y al vivir.
Se despierta desde lo más hondo la necesidad de orar, de retirarse a orar, porque el amor quiere tener a la vista al Amado, aplicar todas las energías a ver, escudriñar y contemplar la Humanidad de Cristo encarnado: cómo vivió en la tierra, cómo trataba con cada uno, cómo miraba, cómo escuchaba, cómo sonaba el timbre de su voz, cómo caminaba entre los suyos, cómo se retiraba a orar cuando la multitud lo buscaba… contemplar su Persona en oración en el Cenáculo, en la Pasión… ¡y la presencia radiante del Resucitado en nuestra tierra!
Contemplar su figura humano-divina… ¡Cómo no conmoverse ante Cristo, el Maestro, que se hizo discípulo y que, puesto de rodillas, se sumía en oración!
Nosotros no éramos capaces de aprender a no ser viendo a nuestro Maestro y oyendo con nuestro oído su voz. Se trata de un aprendizaje por comunión con la Humanidad del Hijo[16].
Cuántas veces le he preguntado a Jesús acerca de sus noches de retiro a solas con el Padre, y también acerca de su respuesta en el evangelio de Lázaro: ¿Acaso no son doce las horas del día?[17]. Doce horas tiene el día, doce horas tiene la noche… noches de oraciones largas. Las acciones de Jesús iban precedidas de largas vigilias.
Es necesario que nuestro hacer esté atravesado por su Presencia, al igual que nuestro descanso. «El que duerme sobre el Evangelio, arranca sus tesoros» (P. Orbe).
El que no gusta al Señor, el que no se entrega a la oración podrá decir mil cosas de Jesús, pero lo hará como quien conoce solo de oídas. Qué dicha también para vosotros el estudio de la teología que os ayuda a interiorizar la fe, a pensar la fe con hondura; una fe enteramente pensada, una fe fielmente vivida[18].
En un discurso, el Papa Francisco dijo: «Cuando te encuentras ante hombres y mujeres consagrados que no saben discernir lo que sucede en su corazón, que no saben discernir una decisión, es una falta de dirección espiritual».
¿Por qué la necesidad de la dirección espiritual? Es bienaventuranza sentirse pobre, necesitado, mendigo. Necesitamos ser acompañados…
Primero para custodiar el Amor y saber discernir qué voces ayudan a configurarnos con Cristo y qué voces y sentimientos enfrían, atenazan o incapacitan para la vocación a la que hemos sido llamados. Ser acompañados para evitar caer en tentaciones que distorsionan la realidad y pueden difuminar el camino verdadero y llevarnos a un estancamiento espiritual, incluso al desánimo o a tomar decisiones precipitadas, no deseadas. En zonas de niebla plomiza, desde dentro de la tormenta, cuando todo se vuelve oscuro en torno, no somos capaces de ver el camino de salida sin ayuda de alguien experimentado en el discernimiento.
Y segundo, para la misión de dirigir a otros… «Es necesario —escribía san Juan Pablo II— que todo sacerdote al servicio de los hermanos tenga él mismo la experiencia de la misericordia de Dios a través de la propia confesión periódica y de la dirección espiritual». Si uno no se deja acompañar, no sabrá para qué acompañar, qué camino seguir, cómo orientar, hacia qué meta guiar.
«Y no es fácil encontrar un padre espiritual —nos dice en tantos discursos el Papa Francisco—, porque la dirección no es una conversación sin ninguna profundidad entre compañeros». Es importante ser muy sinceros en la búsqueda de un director espiritual y no buscar un “cómplice”, alguien que me guíe en la línea del menor esfuerzo, que me diga lo que quiero oír, sino buscar a alguien que sepa leer mi vida en verdad incluso por debajo de mis contradicciones, ambigüedades y mentiras.
Déjate hacer, me repetía siempre D. Eugenio; déjate hacer, «Dios hace, el hombre es hecho» (san Ireneo). La docilidad y obediencia a las manos de Dios conllevan tomarse muy en serio nuestra dirección espiritual y querer vivir en la luz, en la verdad, renunciando a nuestro instinto de querer ser los dueños de nuestra propia vida.
– ¿Valoro la dirección espiritual o es el último recurso cuando me veo al límite?
– ¿Qué es lo que verdaderamente abrimos al discernimiento y qué es lo que ocultamos o evitamos presentar?
– ¿Presentamos nuestra vida con camuflajes, manteniendo una fachada, o en verdad y transparencia?
– ¿Acogemos la luz que se nos da o nos defendemos, tratando de que nos den la razón?
– ¿Afronto los acontecimientos como algo personal o trato de justificarme diciendo que he seguido la opinión del director y así no recaigan sobre mí las posibles consecuencias de mis decisiones?
– Cuando me es difícil seguir lo que se me indica, ¿busco otras opiniones?
– Lo visto en el discernimiento ¿lo llevo a la práctica con alegría y prontitud o con victimismo, como esclavo que soporta lo que se le impone?
Son preguntas que nos pueden ayudar a discernir si vivimos la dirección espiritual como un yugo pesado o con inmenso agradecimiento por tener pastores que nos quieren, que se entregan a nosotros con tanta gratuidad y generosidad. Somos gracias a Cristo y a la Iglesia. Qué triste es cuando, en lugar de agradecer, preferimos anclarnos en el lamento: No tengo a nadie[19].
Respecto al discernimiento y acompañamiento espiritual…
El discernimiento me evoca la imagen de Juan en la Última Cena, en un clima eucarístico, recostado en el pecho de Jesús, pegado al latido trinitario. El discípulo amado nos enseña a entrar en el silencio de Jesús, a permanecer en su honda intimidad con el Padre, para que el discernimiento y la palabra nazcan de la escucha: Todo lo que he oído a mi Padre, en mi Espíritu, os lo he dado a conocer[20]. Y el Espíritu os lo enseñará todo[21].
El verdadero discernimiento es don del Espíritu Santo. Hay dones naturales que nos capacitan para un cierto grado de discernimiento, pero estos dones no penetran en lo profundo. En lo más íntimo del hombre, allí penetra solo el Espíritu que todo lo escruta y sondea, hasta las profundidades de Dios[22], como escribía san Pablo.
¿Quién puede entrar dentro de sí y comprenderse a sí mismo? No podemos llegar a conocer al hombre en profundidad sin el Espíritu, porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y «el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», como cita la Gaudium et spes.
La misión de acompañar me evoca de nuevo la figura de san Juan, que, en todo su Evangelio pronuncia prácticamente una sola palabra: ¡Es el Señor![23]… Reconoce al punto la presencia del Resucitado, que viene a dar sentido y fecundidad a la esterilidad de toda una noche sin pescar nada. Reconoce que Jesús está ahí, e inmediatamente se lo comunica a Pedro. La cualidad más importante del acompañante es la sensibilidad a la presencia del Resucitado que disipa toda duda: ¡Es el Señor! En cierto sentido Juan “desaparece” y quedan Jesús y Pedro.
Permitidme un desahogo… Desde los 28 años, he estado dedicada a la formación y al discernimiento, y sigo en ello… Creo que jamás se aprende a dirigir. Cada vez siento más temor y temblor al tener frente a mí una persona, que es tierra sagrada; cada persona es un misterio.
Cuentan que una persona rica, después de ver cómo Madre Teresa de Calcuta cuidaba y atendía a un leproso, le dijo sin reparo: “Madre, el trabajo que usted hace, yo no lo haría ni por todo el oro del mundo”. La respuesta de la santa no se hizo esperar: “Yo tampoco lo haría, hijo, por ese motivo. Lo hacemos únicamente por Jesucristo, con la fuerza que recibimos de la adoración a Jesús sacramentado”.
Como me imagino que os ocurre a vosotros… yo tampoco, ni por todo el oro del mundo haría un discernimiento. Ciertamente, cuando se ama realmente a una persona, de inmediato se acepta sacrificarse por ella, y se sufre. Pero también sé que «no hay alegría materna que se pueda comparar con la felicidad de encender la luz de Cristo en la noche de los hijos» (santa Teresa Benedicta de la Cruz).
Había pensado recordar con vosotros unos puntos cruciales del acompañamiento tales como la paciencia de escuchar, acompañar la libertad…
Aprender a escuchar, ¡la paciencia de escuchar!, crear un espacio en el que el otro sea libre para expresarse sin miedo, sin aplicar esquemas previos. Y no inquietarse por buscar un resultado inmediato, sino que es preciso tener paciencia, saber orar y esperar.
El sacerdote no es un mero espectador… Es importante ayudar a desvelar lo profundo y decir siempre la verdad: contradecir y corregir sin romper; forjar la persona y ayudarla a madurar sin imponerse; clarificar sin determinar los pasos del otro; guiar y orientar no con autoritarismo, sino con la autoridad que viene del amor.
Dirección espiritual como un saber acompañar la libertad del caminar de un cristiano en obediencia al Espíritu; avanzar al compás de unos tiempos que no están en nuestra mano, porque no está en nuestra mano ni la libertad del Espíritu que sopla donde, como y cuando quiere, ni la libertad del otro, libertad que Dios mismo respeta y no violenta.
Algunas personas desearían un director espiritual que con una palabra mágica hiciera desvanecer sus problemas e inquietudes; buscan en el director fórmulas milagrosas. Otras veces buscamos en el director tener una certeza casi matemática de los pasos a dar… pero el camino del amor tiene planes mucho más altos que los nuestros.
Nadie puede acompañar a otro más de lo que debe, y nadie puede pedir a otro mayor acompañamiento del que debe darle. Tenemos que ser capaces de generar en el dirigido un deseo personal de vivir, mover desde dentro a la adhesión a Cristo. Que descubran que nadie les arrebata la vida, sino que deseen entregarla libremente.
Como no puedo abarcar todo en esta charla, voy a dar un salto hacia algunos peligros preocupantes que se intuyen al escuchar a jóvenes en discernimiento, jóvenes que incluso llevan una dirección espiritual. Me fijo en cuatro puntos:
Siempre me han ayudado estas palabras de la Madre Teresa de Calcuta: «No estoy de acuerdo con las actuaciones a gran escala, no presto atención a las estadísticas, yo creo en el “persona-a-persona”. Para mí cada uno es único en el mundo. Me fijo en una única persona, solo hay uno: Jesús».
Es crucial la atención personal, el cuidado de la vocación de las personas antes que de los grandes proyectos e instituciones, porque solo tienen sentido si sirven al bien de la persona.
Os quiero ahora contar un ejemplo que últimamente me sorprende. Una joven me dice:
—Madre, he estado en una peregrinación con jóvenes cristianos y me ha tocado su alegría, su pasión por vivir, ¡yo no puedo seguir como estoy! Hasta sentí necesidad de confesarme, de hablar con alguien hasta el fondo, pero éramos tantos en la peregrinación que era imposible hablar a solas.
—Pero después habrás buscado ayuda… —le digo.
—Sí, he hablado una vez con un sacerdote. Me dijo que le escribiese mi historia por mail y ya lo he hecho. Le he puesto un whatsApp, otro whatsApp para volver a hablar con él, pero todavía no me ha contestado. ¡Es que el pobre está tan ocupado…! De todas formas, Madre, no te preocupes, mi amiga me ha dicho que ella se dirige por skype. No es lo que más me convence, pero… ¿A ti qué te parece?
El contacto virtual no puede ni debe sustituir el contacto personal, que sigue siendo insustituible. Lo propio del cristianismo es el encuentro personal, es encarnación: Jesús los alcanzó y se puso a caminar con ellos[24]…
Con qué ternura escribe el Papa Francisco: «Por la fragilidad de los tiempos en que vivimos, necesitamos la presencia del Buen Samaritano, una mano que levanta, un abrazo que perdona y salva, una mirada que inunda de un amor infinito, paciente, indulgente, y vuelve a ponerte en camino. Ayudemos a los jóvenes a que el resplandor de la juventud no se apague en la oscuridad de una habitación cerrada en la que la única ventana para ver el mundo sea el ordenador y el Smartphone»[25].
Tantos jóvenes han perdido el gusto por vivir… El aguijón de la desesperanza se ha clavado en ellos. Se sienten superfluos en el juego de la vida. Vemos jóvenes pasivos que se aíslan en su soledad frente a sus pantallas; se conectan con el mundo virtual, pero desconectados de la realidad y de sí mismos; jóvenes que se encierran dentro de su círculo impenetrable, refugiados en paraísos artificiales… Anestesian incluso los interrogantes más profundos con un bombardeo de información, pero están muy faltos de formación.
Ante la baja autoestima de los jóvenes, con el miedo de fondo de no ser amados, las redes les ofrecen cómodamente la posibilidad de camuflar su identidad, obligados a mostrarse distintos de lo que son en realidad para adecuarse a estándares irreales e inalcanzables. Presentan gran fragilidad psicológica, vacíos afectivos muy sufrientes, y tienden a acurrucarse en la familia como en una “burbuja protectora”, sin comprometerse a nada definitivo, esclavos de sus “ganas”.
No puedo dejar de sentir cierto temor cuando ponemos demasiada esperanza en los resultados de la psicología. No basta desbrozar el camino. Las heridas que no son curadas por una mano redentora, se arrastran, se reabren y queman; siempre son un grave peligro para la vida espiritual y también para la vida psíquica. El fin del hombre no es solo “aceptarse”, sino acoger a Dios en la vida, a uno mismo y a los demás en Dios.
Me sobrecoge este texto de Benedicto XVI por la sabiduría y hondura de su fe:
«La psicoterapia hoy está muy difundida y también es muy necesaria, teniendo en cuenta tantas psiques destruidas o gravemente heridas. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy limitadas. Las almas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, no solo necesitan consejos, sino también una auténtica renovación. El sacramento de la penitencia nos brinda la ocasión de renovarnos hasta el fondo con el poder de Dios —ego te absolvo— que es posible porque Cristo tomó sobre sí los pecados. Creo firmemente en el poder curativo de su amor sacrificial —incluso en las situaciones más oscuras y desesperadas— que libera y trae la promesa de un nuevo comienzo»[26].
Qué importante es que el que dirige haga presente el rostro de la esperanza: Dios todo lo puede perdonar, redimir y sanar. Ser rostros de esperanza…
Ayudar a creer en el perdón de los pecados: lo pasado pasado está y lo perdonado perdonado está. Ayudadnos a creer en el sacramento. Que el presente no lo determine quién he sido yo, sino quién es Dios que hoy puede actuar en mí, ¡y es capaz de lo imposible!
Leer y releer la vida como historia de salvación, con una mirada reconciliada. Y que solo quede una memoria agradecida…
Pienso que os tiene que conmover que se os llame “padre”. Os ayuda a hacer memoria constante de la Fuente escondida: Abbá, la Fuente de la vitalidad y fecundidad de vuestro ministerio pastoral, que se derrama en caridad para los demás.
Leí hace poco que un anciano sacerdote le decía a un seminarista: “Vendrán a ti personas para confesarse. Cuando las veas, piensa cuánta fe te están testimoniando con el solo hecho de decirte a ti sus fragilidades a veces vergonzantes. No dudes nunca que han sido primero tocados por la gracia antes de venir a la dirección espiritual, a la confesión…”. Pienso que no podéis más que vivir en una actitud de asombro por la autoridad que Dios os ha dado.
No puedo pasar por alto, dejar de agradecer la vida de aquellos sacerdotes que, por vivir escondidos en Cristo, están siempre tan presentes para nosotros. Los que, por estar con Él, están siempre para mí.
No llaman la atención sobre sí; sin embargo, la gente acude a ellos porque corre la voz… Amigos del silencio, callan y hacen, sembradores humildes que derraman amor. Su lema es: Conviene que Él crezca y yo disminuya[27]. Escogieron la mejor parte, sencillísima parte, que por inútil nadie disputa y no les será quitada.
Estos sacerdotes de sencillez desarmante hacen realidad las palabras de san Pablo: No somos señores de vuestra fe sino servidores de vuestra alegría[28].
En una ocasión D. Eugenio Romero escribió a los sacerdotes: «La comunión es la tierra sin la cual no es posible vivir ni ejercer el ministerio ordenado. Sin la unidad en el presbiterio es imposible afrontar las pruebas; la unidad debe quedar a salvo por encima de todas las dificultades y adversidades. Escribía san Ignacio de Antioquía: Cuando os reunís con frecuencia, las fuerzas de Satanás son destruidas, y su ruina se deshace por la concordia de vuestra fe».
Os necesitáis tanto entre vosotros… No se llega a ser sacerdote solo, tampoco cumplís una misión en solitario. El Espíritu nos mueve desde dentro a la unidad.
Ya casi termino la ponencia, pero antes permitidme que os cuente una florecilla, una genialidad de san Francisco recogida en las Fuentes franciscanas.
Un día, enterado el hermano Francisco de ciertas actitudes de comparación, de envidia entre los hermanos, preguntó: ¿Quién es el verdadero hermano menor? Ante el silencio de todos, Francisco respondió: «La fe del hermano Bernardo. La sencillez y pureza del hermano León. La bondad y afabilidad de Ángel. La conversación elegante y el don de gentes de fray Maseo. La contemplación de fray Gil. La oración continua de fray Rufino. La paciencia, alegría y simplicidad de Junípero. La fortaleza de Juan de Lodi. La caridad siempre activa del hermano Rogelio. La entrega incansable del hermano Lúcido».
¡Imaginaos los rostros de los que le escuchaban…! Pero qué belleza: uno no es sin la suma de todos los hermanos; somos en communio. Francisco no hablaba en abstracto, ni de hermanos lejanos, sino de aquellos con los que vivía, con nombres propios. Quien ama a sus hermanos más que a sí mismo es liberado de la competitividad, de la comparación, de la desconfianza, del juicio, de creerse superior o inferior, de la adulación y del servilismo, de la acepción de personas, de la indiferencia… Quien ama y se sabe amado, lejos de entristecerse por los dones del otro, puede llenarse de gozo por el bien que Dios obra en sus hermanos. El bien de mi hermano es mío, me pertenece, porque somos un solo cuerpo en Cristo Jesús[29], gracias a la Eucaristía; y en comunión, somos enriquecidos en todo[30].
“Mirad cómo se aman”, decían al paso de los primeros cristianos, y llenaban las ciudades de alegría. Conocerán que sois mis discípulos por el amor que os tenéis, dijo el Maestro; la comunión es misión.
¿Es difícil ser hoy sacerdote?
Sin duda, lo es. Pero ¿cuándo ha sido fácil? El verdadero discípulo llega a una identificación tan honda con su Señor que el destino del Siervo se convierte en su propio destino.
Una escena espectacular del Apocalipsis: Estos que van vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido? Son los que vienen de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus vestidos en la Sangre del Cordero y gritan con voz potente: “La victoria es de nuestro Dios”[31].
El Cordero es su Pastor. El seguimiento de Cristo es un cumplimiento de redención y victoria. La prueba, la tribulación, el drama de la vida humana no contradicen el camino con Cristo; es más, ¡lo exigen!, dan consistencia a nuestra maduración y adhesión a Él.
No es fácil ser sacerdote hoy, no lo es. Pero a nosotros nos ha tocado vivir en este tiempo. Los santos se han preocupado de vivir plenamente y hacer fecundo el momento presente con intensidad y belleza. No hay nada más atractivo que vivir apasionadamente la propia vocación para ser un signo visible de la alegría que Dios da a quien escucha su llamada y la sigue. Y será la misma belleza de la vida la que atrae al deseo de abrazar la fe y la vocación.
Termino con las palabras con que san Juan Pablo II concluía en Valencia su homilía: «La Virgen María, que veneráis con el dulce título de Madre de los Desamparados, se incline con amor sobre vosotros. Que en la gracia del sacerdocio, cada uno de vosotros pueda decir también a ella: Totus tuus».
Gracias en nombre de todas mis hermanas de Iesu Communio, os queremos y os acompañamos en oración, a ojos cerrados, para que, permaneciendo en su Amor, vuestra alegría sea completa[32]. Rezad también por nosotras.
Y como nos dice siempre nuestro Cardenal Cañizares: «Ánimo, sin desmayo, rememos mar adentro, duc in altum!».
[1] Jn 1, 39.
[2] Jn 4, 1-42.
[3] J. Ratzinger, Servidor de vuestra alegría.
[4] Cf. M. I. Rupnik, El camino de la vocación cristiana.
[5] Ga 2, 20.
[6] Mc 12, 34.
[7] Jn 13, 37.
[8] Mc 4, 35.
[9] Cf. A. Orbe, Anunciación; Pan de vida.
[10] Jn 1, 29.
[11] Jn 14, 23.
[12] H. U. von Balthasar, Tú coronas el año con tu gracia.
[13] Cf. R. Cantalamessa, Ungidos por el Espíritu.
[14] Jn 17, 21.
[15] Mons. Eugenio Romero.
[16] Cf. San Ireneo.
[17] Jn 11, 9.
[18] Cf. Juan Pablo II.
[19] Jn 5, 7.
[20] Jn 15, 15.
[21] Jn 14, 26.
[22] 1 Co 2, 10.
[23] Jn 21, 7.
[24] Lc 24, 15.
[25] Cf. Papa Francisco, Visita al Hospital San Francisco de Asís de la Providencia, 24 de julio de 2013; Mensaje para la XXXIII Jornada Mundial de la Juventud 2018.
[26] Benedicto XVI, Discurso a los párrocos, sacerdotes y diáconos de la diócesis de Roma, 7 de febrero de 2008.
[27] Jn 3, 30.
[28] 2 Co 1, 24.
[29] Rm 12, 5.
[30] 1 Co 1, 5.
[31] Ap 7, 13-14.10.
[32] Cf. Jn 15, 9-11.