Deseaba llegar a todos
Testimonio de Carlota con motivo de la visita de las reliquias de santa Bernardita
Testimonio de Carlota con motivo de la visita de las reliquias de santa Bernardita
Me llamo Carlota y hoy me llena de alegría poder mirar hoy mi vida y afirmar que Dios todo lo ha hecho bien. Tengo 22 años. Soy la cuarta de cinco hermanos y nací en Barcelona, en una familia de fe. Mis padres, con su ejemplo, nos han enseñado a cuidar nuestro trato con Dios. Todos los domingos íbamos los siete juntos a la Misa de la parroquia. Dios era para mí un amigo que siempre estaba y a quien podía contarle todas mis confidencias.
Tenía 16 años cuando el Papa Francisco convocó una JMJ en Río de Janeiro; y mi parroquia iba a asistir. A mis padres no les pareció lo más idóneo para mí; y, como no quería quedarme sin plan y una amiga del colegio me había invitado, me fui de peregrinación a los Picos de Europa con una parroquia de Madrid. Nos lanzamos a la aventura las dos sin conocer a nadie más. Lo que yo no sabía (y mi amiga, que ahora es clarisa en Soria, tampoco) es que de ese ‘plan improvisado’ Dios iba a hacer el suyo.
Me topé con gente fascinada por Él, personas que se habían convertido y cuya fe envidiaba. A pesar de haber conocido a Dios desde pequeña, sentía que no tenía esa firmeza y empecé a pedirle que aumentara mi fe. Quería encontrarme cara a cara con ese Dios vivo que seguía despertando corazones. Frente a Él en una adoración al Santísimo, me hizo ver su inmensa misericordia y amor derramado en mí, por mí, en la cruz, desde donde me gritaba: ‘¿Dónde están los que me aman?’ Mi reacción ante tal derroche fue querer seguirle, decir que sí a ser cristiana, un sí libre a Cristo, aunque ya había hecho la confirmación. Se despertó en mí el deseo de darle a conocer, de que otros experimentaran lo mismo que yo, el gozo de ser cristiana: ese momento de re-conversión, de reafirmar: ¿por quién vivo?, ¿para qué existo?
Desde entonces, empecé a ir a Misa todos los días. Nadie me obligaba, pero necesitaba vitalmente la Eucaristía. Cada vez tenía un deseo de entrega que iba a más y empecé a apuntarme a todos los voluntariados que me proponían: con personas discapacitadas, marginados sociales, personas en la calle, ancianos… También fui a Lourdes como enfermera, acompañando a personas enfermas, con la Orden de Malta. Allí, al igual que Bernardita, en su enfermedad y ayudando como enfermera, vi cómo el Crucificado se hace presente en el dolor y en el sufrimiento esas personas.
Deseaba llegar a todos ellos, y por mi cabeza pasó la idea de ser misionera para mirar a esas personas con la mirada de Jesús, para acariciarlos con sus manos y quererles con su mismo corazón. Creía que de ese modo podía cumplir con esos dos deseos: entregarme y darle a conocer. Pero pronto finalicé el bachillerato y tenía que escoger una carrera universitaria. Me pareció que en enfermería podía tener un trato más directo y cercano con las personas en los momentos de mayor sufrimiento y acompañarlas, y me fui a la universidad de Pamplona a cursarla.
El primer día de clase conocí a un chico, con el que pronto empecé a salir. Estudiaba medicina y era cristiano, por lo que compartíamos inquietudes y era un noviazgo muy sano. Así transcurrieron los dos primeros años de carrera. Aparentemente lo tenía todo para ser feliz: una familia estupenda, una carrera que me fascinaba, un chico que me quería, muchísimos amigos… y mi relación con Dios era buena, incluso seguía yendo a Misa todos los días.
Pero algo me faltaba para ser feliz. Palpaba un vacío que me hacía sentir fuera de lugar en todas partes: los planes con mis amigos, excursiones, salir de fiesta… ¡nada me llenaba! No entendía lo que me pasaba, pues a mis amigas no les sucedía lo mismo. Incluso en la carrera de enfermería empecé a darme cuenta de que podía curar algunas heridas, pero no podía llegar a las heridas más profundas. Más tarde entendí que a esas heridas solo podía llegar Cristo; unida a Él podía estar en todos los lugares de sufrimiento, desesperanza, sinsentido… En su corazón puedes escuchar el gemido de cada hombre.
Empecé a replantearme de nuevo mi vida y la relación con este chico. Me vi pidiéndole a la Virgen que, si este chico no era el hombre que Dios tenía pensado para mí, me lo quitara de en medio, porque yo no iba a ser capaz ni tenía motivos para dejarlo, aunque algo dentro de mí me hacía intuir que él no era la persona para mí. ¡Ahora lo pienso y los días que no hablábamos de Dios me parecían días perdidos!
Poco tiempo después, él me dejó. La Virgen había cumplido. Pero mis deseos de entrega, de ser amada y amar no habían disminuido. Un día, hablando con un amigo que conocía bien mi vida e inquietudes, y que veía que yo no era feliz y sufría por no encontrar sentido a mi vida, me propuso ir a pasar un fin de semana con unas monjas, para salir de dudas. A mí nadie me había preguntado nada, ¿de qué dudaba? Es verdad que quien está llamada lo sabe. Este amigo me habló de las hermanas de Iesu Communio, a las que no conocía personalmente pero sí de oídas. Eran consagradas contemplativas, cosa que jamás me había planteado, porque, ‘si tenía vocación, debía ser como misionera’.
Fui a visitarlas, con la intención de conocer simplemente su vida y poder descartarla al fin. Pero nada fue como yo había imaginado. La idea que tenía de monja se desvaneció por completo, al ver mujeres felices, jóvenes, fascinadas por Dios, quien daba sentido a sus vidas. Además, me encontré rodeada de doscientas monjas que no conocía de nada, pero con las que no me sentía extraña, sino todo lo contrario.
Empecé a hablar con ellas; me contaban sus testimonios y en sus historias identificaba momentos similares en mi vida y a los que yo no había sabido poner palabras. Con ellas podía hablar con total naturalidad. ¡Al fin me sentía comprendida!
Una de las hermanas me contó que en un momento de su vida ella sintió que lo tenía todo y a la vez nada. A ese gran vacío lo llamó ‘sed de Cristo’. Esas palabras fueron para mí como un rayo de luz: entendí que mi vacío era una sed inmensa de Cristo, que solo Él me podía saciar, la sed del hombre por Dios. Y Él me gritaba: ‘Tengo sed de ti’. ¡Cómo me impactó que las últimas palabras de Bernardita fueran: ‘Tengo sed’!
La idea de ser misionera desapareció de mi cabeza al ser consciente de que la misión se puede vivir permaneciendo como el padre de la parábola: en una casa siempre abierta, encendida, en vela, donde se espera al hijo que necesita saciar su sed en la Fuente de agua viva.
Mi corazón descansaba al fin en Él y en esa casa que es ahora mi hogar. Me encanta la frase de la Madre Teresa que dice: “Allí donde te bote el corazón e intuyas que vas a ser feliz, ese es el lugar preparado por el Señor para ti”.
Solo podía rendirme a Aquel que había seducido mi corazón y decirle sí para permanecer a los pies de su cruz, en Él, en su amor y en esta casa, en comunión con mis hermanas.
Hoy estoy aquí gracias a la vida de tantos santos como Bernardita, entregada por la salvación de los hombres y por la conversión de los pecadores, y a la oración de la Iglesia que me ha sostenido y me sostiene hasta hoy. Os pido oraciones por nosotras. Solo puedo decir que soy gracias a Cristo, nuestro inseparable vivir, y a la Madre Iglesia, donde lo he recibido todo.