A amar se aprende amando, a adorar se aprende adorando
Meditación de Madre Verónica para el encuentro nacional de la Adoración Nocturna.
· Valencia, 23 de octubre de 2021 ·
Meditación de Madre Verónica para el encuentro nacional de la Adoración Nocturna.
· Valencia, 23 de octubre de 2021 ·
ÍNDICE
La sed de Dios solo la calma Dios.
Nadie conoce tu grandeza, Señor, la grandeza de tu Amor, si no tiene hambre inmensa de ti: “Bienaventurados los que tienen hambre del Pan de Vida, porque ellos serán saciados…”[1]. Yo soy el pan de tu vida –dice Jesús–, si vienes a Mí, tu hambre será la mía y la de mi Padre: “Que ninguno se pierda”[2], y no tendrás otra sed más que la nuestra: “Que todos conozcan el don de Dios”.
Pienso en vosotros, adoradores del Cuerpo de Cristo. La Humanidad de Cristo ha hecho posible que existan adoradores de Dios Padre en Espíritu y verdad.
¿Qué “necesidad” hay de adorar?, se pregunta el hombre de hoy
Debo confesar que el contenido de esta reflexión ha nacido del encuentro con una persona que, sin pretenderlo, me pedía “razón de nuestra fe” y vocación. Yo, con toda ilusión, le hablé de este próximo encuentro con vosotros, y ella, con un rostro serio, con cierto tono de enfado y no sin contradicciones, me preguntó: “Y ¿qué necesidad hay de adorar? ¿Qué es adorar y para qué sirve? ¿No es una actitud, una piedad de otros tiempos sin sentido para el hombre contemporáneo?, ¿para qué sirve ese sacrificio que hacen, incluso en la noche?, ¿qué valor tiene la oración, las horas gastadas rezando, cuando hay tantas necesidades que socorrer entre los hombres e incluso en la misma Iglesia?”.
Y proseguía hablando sin esperar respuesta… “¿No te parece un poco un despilfarro de energías? Perdóname, pero es que no puedo entender a los que os dedicáis a la oración, me parece una forma de huir de la realidad. Aunque también es verdad que os admiro porque sois buenas personas, cercanas y entregadas a todos… De todas formas, reza por mí, que lo necesito mucho, e iré ese día a escucharte”.
Nosotras también conocemos bien estas preguntas: ¿para qué sirve vuestra forma de vida consagrada? ¿Qué valor tiene vuestra oración?
Me pareció que, en el fondo, el desahogo de esta mujer respondía a una búsqueda de la verdad, a un grito de sed insatisfecha. ¡Ay si le hubiera preguntado por lo que colma su vida, por la fuente de su felicidad, si no desea un amor que no muera!, preguntas que están en la raíz del anhelo más profundo de todo corazón.
Ama a sus hermanos el que ora por ellos
Con frecuencia somos testigos de que creyentes y no creyentes se acercan para presentar sus inquietudes, sus necesidades y sufrimientos. Cuando experimentan la impotencia, llaman a la puerta de aquellos que saben que oran y que también rezan por ellos; acuden a aquellos que saben que no solo escuchan sus sufrimientos, sino que hacen suyo el dolor y se lo presentan a Dios con la fe y la esperanza puesta en Cristo Resucitado y en su victoria, que es nuestra victoria.
“Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo…”, reza el responsorio del Oficio de Pastores. ¡Ama a sus hermanos el que ora por ellos!…
Quizá la mayor miseria de este mundo sea la de no poder reconocer la ausencia de Dios como ausencia. Hoy muchos languidecen por la falta de Cristo, y sufren la peor de las enfermedades: han perdido el gusto por vivir.
En medio de este mundo que trata de desterrar, de eclipsar a Dios, hacen falta más que nunca orantes. Como escribía santa Teresa Benedicta de la Cruz, también hoy “vivimos en una época que necesita con urgencia de la renovación que surge de las fuentes escondidas de las almas unidas con Dios. Hay mucha gente que tiene puestas sus últimas esperanzas en estas escondidas fuentes de salvación… Por eso tenemos que vivir en la certeza de la fe, de que lo que el Espíritu de Dios obra escondidamente en nosotros produce sus frutos para el Reino de Dios”.
Los orantes son como grandes corrientes subterráneas… Su presencia silenciosa se delata por la vida que hacen florecer y que nutren en lo escondido.
La oración mantiene encendida la llama de la fe en la propia vida a la vez que se hace una con el grito de Jesús “effetá”[3] implorando la salvación de todos los hijos de Dios que Él os confía. La oración es fuerza que, en silencio, sin hacer ruido, se extiende por el mundo para que responda al designio de Dios, y su Reino de amor florezca entre nosotros.
Yo miraba donde ella miraba
Pienso, y la vida me confirma, que aun el hombre más escéptico es tocado y atraído por la belleza, la paz que emana al ver hombres y mujeres profundamente creyentes que se arrodillan ante Dios, con la mirada sosegada fija en Él, sus manos juntas…, creyentes cuya alegría y empuje vital sorprenden, porque verdaderamente “nunca es más grande el hombre que cuando está de rodillas” –decía Von Balthasar–.
He compartido a veces con mis hermanas un recuerdo que ha marcado nuestras vidas… la oración de nuestras madres. Recordaré mientras viva que, cuando me llevaba a la compra con ella, de vuelta a casa entraba en una iglesia cercana y se arrodillaba frente al Santísimo.
Clavaba la mirada en Él y, aunque yo no paraba de moverme, ella permanecía quieta, sin impacientarse, mientras yo miraba sus labios que musitaban oraciones en voz baja. Era una visita breve al Santísimo, pero a mí se me hacía larguísima… Al final de su oración, simplemente me decía: “Mira, ahí está Jesús, mándale un beso, dile que le quieres”. Creo que así, tan sencillamente, me enseñó a adorar. Yo miraba donde ella miraba y no podía dudar de que en ese Pan blanco estaba Jesús. Hoy sé que la mirada de mi madre al Señor es mi herencia y que mandar un beso a Jesús iba confirmando mi fe. Cada día me sobrecoge más el don de la fe: ¡Dios está aquí!… Qué sucede en nosotros que no podemos mirar el Pan eucarístico sin creer.
Su forma de vivir era evangelización
Ayuda tanto recordar cómo se hizo la primera evangelización.
Un pagano del siglo II presentó el cristianismo como un “contagio imparable” que se extendía por aquella sociedad, de tal modo que hasta eran llamados a juicio[4]; y un cristiano por los mismos años escribió que lo que “el alma es al cuerpo, eran los cristianos al mundo”[5].
Los primeros cristianos, con su forma de vivir y su palabra, eran testimonio de lo que el hombre anhela. Su fe era contagiosa, y los que se adherían a ella se sentían renacer como criaturas nuevas.
En la vida de aquellos hombres se cruzó algo muy hermoso que les cambió el sentido de la vida por completo. Vieron en esta tierra la victoria del Amor: “en vez del odio, el amor; en vez de lujuria y amor posesivo, la ternura de la castidad; la dulzura en lugar de la ira, la paciencia en lugar de la agresividad; vieron hombres libres que adoraban al Dios verdadero en lugar de la esclavitud de los ídolos”.
¡Cuántos debieron ser vencidos por este espectáculo de amor! Así se esparció el cristianismo, y sé que así arde este deseo en vosotros.
Jesús pasó la noche en la oración de Dios…
Claramente no os reunís para llevar a cabo grandes proyectos humanos. Sois convocados en torno al cuerpo eucarístico de Cristo para hacer presente el Don de Dios, Cristo vivo y Resucitado que permanece siempre con nosotros en lo más cotidiano de cada día.
Me encanta vuestro nombre: “adoradores nocturnos”, que abrazáis la promesa de Dios para dejaros configurar por el Espíritu Santo; hombres de oración, de adoración y también intercesores que velan en la noche de este mundo para que la vida de tantos no se hunda en la oscuridad de la noche y sean tocados en el amanecer por la luz radiante del Resucitado.
Llamados a orar en la noche… a adentraros en las noches de oraciones largas de Jesús ante el Padre. El evangelio dice: “Jesús se fue al monte a orar y pasó la noche en la oración de Dios”[6], “arrodillándose oraba”[7]. Jesús buscaba el desierto, el silencio de la noche, la serenidad del monte y se sumía en la oración del Padre. Se dejaba caer en Sus brazos, descansaba en Él, como un niño, reposaba en Su regazo. En largas vigilias aguardaba la decisión del Padre.
A nadie declaró Jesús el misterio de sus noches; quizá para entender las noches de Jesús se requiere estar noches con Él.
Me preguntaba… ¿qué sentirían los discípulos al contemplar a su Maestro en plegaria, arrodillado, en actitud de absoluta rendición?
Adorar es una necesidad vital de quien ama
Vosotros, queridos hermanos, adoráis a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Como el apóstol Tomas, caéis de rodillas y decís: “¡Señor mío y Dios mío!”[8]. Conquistados por el amor del Maestro, habéis acogido su llamada y súplica: “Quedaos conmigo y velad”[9].
Adorar es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador, alguien que felizmente reconoce que lo ha recibido todo del Creador, su ser y existir; alguien que sabe que ha sido creado con entrañas de acción de gracias, alguien que además se siente rescatado y redimido.
Los cristianos solo nos arrodillamos ante Dios, solo a Él adoramos, postramos ante Él nuestro corazón respondiendo cada uno a una llamada interior que se escucha en el silencio.
“Adoración –enseñaba Benedicto XVI– deriva de la palabra latina ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo, en resumen, amor. Adoración indica un gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida”. La sumisión se hace unión, abrazo estrecho con el Señor vivo y resucitado y con su Cuerpo, la Iglesia.
La adoración no es un lujo, es una necesidad vital de quien ama. El hombre seducido en el corazón es atraído a una adoración libre, que no es un postrarse servil, sino un inclinar el corazón ante la verdad, ante la vida que nos ha encontrado. El sí libre del amor es la razón por la que adoramos.
Ante el Pan que con tanta ternura adoráis, que está presente corporalmente en la custodia, expresáis y reconocéis que el hombre solo puede realizarse plenamente a sí mismo adorando y amando a Dios por encima de todas las cosas. Es en la adoración donde se orienta nuestra libertad que desea ardientemente gozar de la Vida, de la Verdad, de la Bondad, de la Belleza para la que Dios, en su designio, nos ha creado.
La Eucaristía nos lanza a adorar a Aquel a quien recibimos, “al amor de los amores” que “me amó y se entregó por mí”. La vida es adoración: “En Él vivimos, nos movemos y existimos”[10], dice el apóstol. “En el presente vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí”[11].
No solo anhelamos pertenecer a Dios, sino que también Dios anhela pertenecernos. La adoración prolonga más estrechamente la unión eucarística, aprendemos a estar con Él, a conocer y a amar a nuestro Señor que no solamente está frente a nosotros, ni al lado nuestro, sino que está dentro de nosotros y supera cualquier entrega: el Creador entrega a su criatura su Cuerpo y su Sangre derramando su Espíritu. Escribía Von Balthasar: “Lo que Dios tiene que decirnos, nos lo dice ahora corporalmente, con su Carne y su Sangre”.
Yo no puedo abrazar el mundo entero, pero Dios sí
En la adoración eucarística nos unimos a la misma oración de Jesús ante el Padre que intercede por todos. Yo no puedo abrazar el mundo entero, pero Dios sí, y en su Espíritu somos enviados hasta el último confín de la tierra.
El cristiano, en cuyo corazón se encuentra la impronta del rostro de Cristo, reconocerá su imagen también en los hermanos, especialmente en los que sufren. Mediante la oración perseverante, es como puedo hacer míos los sentimientos de Cristo hacia los demás; nos da su propia mirada para ver nuestra vida y la de los hermanos con misericordia.
En la oración, en la adoración más íntima, nadie puede pensar solo en sí mismo. La oración jamás es un abandono de los que amamos, no nos separa de nadie, al contrario, con Él y en Él se obra una mayor entrega a los nuestros. Nuestra oración se puebla de rostros. Experimentamos cómo nadie es ajeno a nuestro corazón, sino que la vida y el drama de cada uno, sean quienes sean, ricos o pobres, creyentes o no, son siempre nuestros.
Orar es vivir delante de Dios en la posición del Crucificado, con los brazos extendidos, en fidelidad a Dios y en ofrecimiento a nuestros hermanos. En la oración de intercesión cada uno de nosotros lleva el misterio y la vida de otros frente a Cristo, sobre todo de aquellos que no rezan o no saben rezar, los que han dejado de hacerlo o nunca han querido o aprendido.
La adoración también nos hace descubrir nuestra indigencia y fragilidad, a la vez que nos lanza con confianza a poner nuestra esperanza en el Amor de Dios, en sus infinitas posibilidades. Cada uno sabemos el agradecimiento que sentimos cuando oran por nosotros.
Una llamada y una misión: ser pan partido
Habéis recibido una llamada y una misión en la Iglesia. Viendo todas las necesidades del mundo desde la mirada de Dios, ofrecéis vuestra existencia ante Jesús para que tome vuestra vida como ofrenda permanente. Escribía con tanta fuerza santa Teresa Benedicta de la Cruz: “¿Quién podría participar en la Eucaristía sin ser atrapado por el espíritu de sacrificio, por el deseo de entregar su vida y su existencia en la gran obra de Redención del Salvador?”.
Toda vuestra vida está en ese Pan que adoráis y es la Vida de vuestra vida. No es posible ni en el mejor de los sueños imaginar que Él ardientemente ha querido unirnos a Él para ser pan bueno que alivie y ayude a todo hombre caído al borde del camino, al hambriento del pan material y al que no encuentra sentido a la vida. ¡Hay tanta hambre de Pan de Vida!…
Solo el Pan partido, solo Él, es el Pan de la alegría que nos arranca de la soledad y nos reúne en comunión en la mesa del Señor.
Al preparar este encuentro, pensando en vosotros, queridos hermanos, os veía reflejados en el evangelio de la multiplicación de los panes y los peces[12], al reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: “Venid conmigo a un lugar aparte”[13] y “dadles vosotros de comer”[14].
Sería un regalo poder orar juntos sin tiempo, contemplar aquella tarde de formación del Maestro con sus discípulos, asombrarnos ante la paciente pedagogía de Jesús que busca hacer florecer y acrecentar la fe y la confianza de sus discípulos.
Pero en el tiempo que Él nos regala hoy, “refugiémonos en el evangelio como en la carne de Jesús” –como escribía san Ignacio de Antioquía-. Suplicamos al Espíritu Santo que la Palabra de Dios se haga carne de nuestra carne.
La multiplicación de los panes es el único milagro recordado por todos los evangelistas… ¡Qué cantidad de datos y detalles nos han dejado en tan pocos versículos! Este pasaje está repleto de alusiones eucarísticas hasta el punto de que, en el evangelio de Juan, precede al discurso sobre el Pan de vida. Es la primera vez que Jesús ha realizado un milagro no para una persona sola sino para una multitud. Es como si el milagro hablase a la Iglesia, a nosotros, Iglesia reunida en torno a Jesús.
Me detengo hoy en el evangelio de Juan. En los sinópticos, son los mismos discípulos quienes se preocupan y hacen notar a Jesús que esa multitud lo sigue desde hace algunos días; que conviene despedirla antes de que se haga de noche, de lo contrario la gente empezará a flaquear; por eso, le sugieren a Jesús que los envíe a algún sitio donde puedan encontrar comida. En este momento es cuando Jesús interviene.
Sin embargo, en el evangelio de Juan, es Jesús el que asume la iniciativa de todo cuanto sucede. No hay ninguna petición, nadie pide nada a Jesús: ni los discípulos ni la muchedumbre.
Todo lo hace Jesús por sí mismo y me preguntaba por qué… Quizá porque no se puede pedir lo que el hombre no puede hacer ni conocer; el hombre difícilmente puede pensar lo que solo es posible a Dios.
El hombre suele pedir lo que está en el horizonte de sus fuerzas. Los dones que Dios nos hace superan incluso lo que nosotros pudiéramos imaginar como posible, los dones de Dios responden no pocas veces a los gemidos inefables del Espíritu en nosotros y que no sabemos ni explicitarlos.
Tengo dentro de mí unas palabras inolvidables del Papa Benedicto XVI que me parecen querer expresar lo inexpresable: “Ser cristiano es verse agraciado por una ley del exceso. Hay en el Evangelio una sobreabundancia, una exageración de amor y entrega que desborda cualquier expectativa”. Quien permanece uno con el Maestro se ve envuelto en una sobreabundancia de amor…
¿Alguien imaginaba al Hijo de Dios encarnado, viviendo entre nosotros? ¿Quién se atrevería a pedir comer y beber al mismo Jesús, Hijo de Dios? ¿Jesús es el fruto de una petición que alguien haya dirigido a Dios? Todo ha sido obra del Padre que en su sobreabundancia de amor nos ha dado a su propio Hijo para nuestra salvación.
Un grito de hambre y sed de Dios, un grito de salvación
Jesús levanta los ojos, ve una multitud que busca en Él descanso y sanación, los ve llegar abatidos y cansados. Él conoce sus auténticas necesidades de una manera mucho más profunda de lo que ellos mismos podían conocerlas. La mirada de compasión de Jesús se posa sobre cada uno al ver en su interior un grito de hambre y sed de Dios, un grito de salvación.
Un pueblo hambriento de panes, pero más profundamente hambriento del sentido y razón de la vida y de la muerte, aunque ellos mismos ignoran que solo el Don de Dios es siempre mayor que nuestra hambre. El hombre, que está hecho para la felicidad, queda atrapado por tentaciones y confusiones. Por la soledad y desamparo de no ser acompañado en el camino de la vida, deambula perdido, desorientado, sin puntos de referencia.
El hombre mismo incluso desconoce que la necesidad de plenitud que experimenta es más grande todavía que su hambre natural de pan. Porque bien sabemos que, aunque seamos ricos de bienes, no basta para que el hombre conozca su identidad y su destino, para que la vida tenga sentido. ¡No basta, no basta! Tantos expresan no saber para qué se levantan por la mañana, para qué luchar y afrontar tantas dificultades…
Todos nuestros males, enfermedades, fracasos siempre pueden ser echados a los pies de Jesús. Nada se esconde a su mirada, ante Él uno puede mostrarse tal y como está, ¿acaso no es esto ya un gran descanso? “Mucha gente le seguía”[15], subraya Juan, sabían que no era necesario poner primero su vida en orden para llegarse hasta el Señor Jesús. Precisamente su enfermedad, su vacío, su desesperanza… era lo que les empujaba a buscarle.
Jesús quería hacerles crecer en la fe
En su iniciativa Jesús quiere implicar a los discípulos a través del diálogo que teje con ellos. Se dirige a Felipe y “lo pone a prueba”, dice el evangelista Juan, porque Jesús “sabía lo que iba a hacer”[16], pero los discípulos todavía no lo saben. La prueba tiene precisamente la finalidad de introducirlos en el “pensar y saber” de su Maestro. Quería hacerles crecer en la fe para que diesen un salto vital.
La primera preocupación, el primer pensamiento que parece tener del Maestro, es la fe de sus discípulos.
Un día le preguntaron los discípulos: ¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?, “¿qué debemos hacer para hacer las obras de Dios?”; y la respuesta de Jesús fue clara: “La obra de Dios es esta: que creáis en el que el Padre ha enviado”[17].
“¡La obra que Dios quiere es que el hombre crea!”. Cualquiera podríamos decir que “creer” no es un trabajo. La fe es ciertamente don de lo alto, pero también respuesta de libertad: debo acoger el don, cuidarlo, defenderlo, preservarlo del mal y perseverar en él. Solo con la fe el Señor puede hacer milagros. La fe no es una prestación de mi vida a Dios, sino una entrega plena a Dios que actúa en el creyente, una comunión con su Cuerpo y Sangre, fuente del Espíritu.
Jesús pregunta a Felipe: “¿Dónde vamos a comprar panes para que coman estos?”. Pero es inútil, el discípulo no entiende por qué el Maestro le pide algo imposible: “Doscientos denarios no serían suficientes para comprar panes para todos”[18]. Se limita a constatar su incapacidad: el sueldo de todo un año no bastaría para saciar a la muchedumbre.
La pregunta de Jesús “¿dónde?” es fundamental. No les pedía información del lugar más próximo donde comprar comida, quería hacerles caer en cuenta de dónde se puede saciar el hambre y la sed del corazón humano.
Felipe, aun sabiendo quién era Jesús, no supera la prueba. Se mantiene a ras de suelo. Si no hay dinero, no puede haber un pedazo de pan para todos. Cada día vivido con el Maestro le han escuchado hablar del Reino de Dios, han visto milagros, han palpado el amor y providencia del Dios bueno para quien todo es posible. ¿Acaso no han dejado huella en ellos todos los signos que le han visto hacer cuando caminaban junto a su Maestro y Señor? ¿Conocen en verdad a quien siguen?
Andrés había visto a un muchacho y lo trae ante Jesús: “Maestro, aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tantos?”[19]. De esta manera, también Andrés pone al descubierto sus propios límites.
Parece que, para Felipe y Andrés, si no se tiene lo suficiente humanamente, nada es posible. Lo poco equivale a nada; por lo tanto, casi mejor ni esforzarse en ello: “Despídelos”.
Había allí muchos adultos, pero el más grande fue un niño. Aquel día dejó que pusieran en manos de Jesús sus 5 panes y 2 peces y pensaría que, aunque era tan poco, quizá Jesús podría hacer con ello algo grande, o quizá no, pero a fin de cuentas confió en Jesús.
Ni siquiera él se habría atrevido a ofrecérselo… ¿Cómo podría servir su pan de cebada, típico de los pobres, para dar de comer a toda la multitud reunida en torno a Jesús? Él no sabía aún que, cuando se da todo, es como entregar la propia vida.
Imaginaos la sorpresa de este niño que, de repente, vio que sus panes, en manos de Jesús, empezaban a multiplicarse y pasaban de unos a otros, llegando a ser muchos panes para mucha gente, en cuyos rostros se dibujaba felicidad. Para aquel muchacho sería inolvidable que para Jesús lo importante no es la cantidad que se da, sino que todo lo que se tiene sea puesto en Sus manos y entonces cambia radicalmente.
Y seguro que Jesús, con la mirada vuelta hacia el Padre, daba gracias por los dones de este niño y, sobre todo, por él, por este niño.
Jesús se hace “niño” ante el Padre
¿Qué hace Jesús con los panes y los peces que se le entregan? “Da gracias”[20], los recibe como un don del Padre, y al mismo tiempo se los devuelve a Él. Jesús está ante el Padre como el niño de los cinco panes estuvo ante Jesús.
Jesús es Él también, y sobre todo Él, un “pequeño” que ofrece el límite de lo humano a Dios. Los discípulos vieron lo que es “hacerse niño del Reino”, en total abandono al Padre.
Con los panes se ofrece a sí mismo. Jesús realiza los mismos gestos que veremos en la institución de la Eucaristía: coge en sus manos, no el pan y el vino, sino su propia persona, ofrece su vida. Jesús dona su Cuerpo y su Sangre, los parte y los reparte para hacer morada en los suyos. La Eucaristía es la gratitud del Hijo por ser partido, derramado para ser totalmente donado a ti, a cada uno, para la salvación del mundo.
En el evangelio de Juan es Jesús mismo el que reparte los panes entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, y comieron todo lo que quisieron. En las manos de Jesús sucede que cada uno encuentra el alimento necesario, es más, abundante. Juan trata de mostrar que Jesús es ese pan donado y repartido uno a uno, que nos arranca de la soledad, nos libera del repliegue sobre nosotros mismos y nos sienta a comer juntos alrededor de la mesa eucarística. El pan compartido es un pan de comunión. Los bienes materiales disminuyen a medida que se reparten; el amor, en cambio, aumenta a medida que se va dando.
Ahondemos en el misterio del pan eucarístico. Jesús muestra a sus discípulos, en este pan, el misterio de su persona. El pan requería la propia muerte para multiplicarse, había de morir para dar vida al mundo.
Estamos ante el signo de la libertad absoluta con la que el Señor se deja comer. Es Él mismo quien hace don de Sí: “Nadie me quita la vida, Yo la entrego libremente.”[21]
He aquí el amor entregado. Todo lo que es de Cristo y pasa por Cristo es entregado al hombre. Todo lo que pasa por Cristo implica a todos y llega a todos.
Ser eucaristía con Jesús
Esto quería enseñar aquella tarde a los discípulos: a vivir al modo del Pan, impulsarles a reaccionar eucarísticamente. Ninguna pobreza impide que volvamos la mirada al Padre y lo esperemos todo de Él. Cuanto más se confiesa el hombre mendigo, más recibe; la mejor forma para dejar hacer a Dios es la plegaria, donde el Espíritu puede trabajar a su modo y medida.
Nosotros, hambrientos, estamos llamados a saciar el hambre de otros y es así precisamente como somos saciados.
Tan solo se nos pide orar sin desfallecer como el mismo Maestro nos enseñó: “El pan nuestro de cada día dánosle hoy”[22].
Ante el inmenso sufrimiento que vemos en el mundo, sentimos nuestra impotencia para prestar una ayuda eficaz y decimos: “Cinco panes y dos peces ¿qué es eso para tantos?”. Sabemos que, en comunión con Jesús, siempre podemos ofrecernos y rezar por cada hermano, dejarle en Sus manos esperando confiadamente en Aquel que acepta nuestras vidas y oraciones, y tiene el poder de obrar milagros con lo que podamos poner en Sus manos. Ha querido contar con nosotros.
La Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a dejarse hacer “pan partido”, a ser eucaristía con Jesús. El amor de Dios es verdaderamente magnánimo, desbordante; a los que lo aman les hace desear ardientemente ser presencia del Don recibido, como afirmaba san Ignacio de Antioquía: “Quiero el pan Dios, que es la carne de Jesucristo y como bebida quiero el amor incorruptible para ser pan puro de Cristo”.
El Pan tiene latido de comunión
El pan partido hace posible la comunión entre ellos. El cuerpo de Jesús, sacia a los que lo comen, pero no individualmente, sino uniéndolos en un solo espíritu; esta es la fuerza milagrosa de Cristo.
“Los que comieron los panes fueron 5000 hombres”[23]. Cinco mil como la comunidad de Hechos 4, la primera comunidad cristiana que se componía también de cinco mil personas. De estos, que representaban “la multitud de los que venían a la fe”[24], se dice que “eran un solo corazón y una sola alma”[25]. Ninguno decía que era de su propiedad lo que le pertenecía, “todo lo tenían en común”[26] y con este estilo de vida “daban testimonio de la resurrección”[27].
Este milagro crea una comunidad, nace la comunión de la Iglesia: “Todos comieron”. La expresión “todos” subraya fuertemente el rostro de una comunidad cristiana. Todos están llamados a la mesa de Dios. El relato, que comenzó designando a la gente como “muchedumbre”, pasa a designarla como “todos”. No se trata de una élite concreta, o de un grupo reducido. La comunidad está compuesta por todos y es para todos. Así es el Don de Dios: nadie, sea cual sea su condición o situación humana, debe pensar que la mesa de Dios no está preparada para él, que la comunidad no es para él…
Jesús nos reúne en comunión, su único deseo es el deseo del Padre: “Que todos sean uno en nosotros”[28]. Así nuestra comunión se hace presencia de la misma communio trinitaria.
¡Verdaderamente que el pan que comulgamos y adoramos tiene latido e impulso de comunión!
El fin de la comunión de los cristianos no es solamente combatir el mal sino irradiar la Victoria de la Pascua
No puedo pasar por alto un dato importantísimo para nosotros hoy, el pasaje que precede a la multiplicación de los panes es la decapitación de Juan el Bautista[29]. Jesús, al recibir la noticia de su muerte, lleno de tristeza se retiró al monte…
Me ha hecho reflexionar: Jesús podría haber buscado a Herodes para denunciar su mal, pero elige retirarse a un lugar desierto, en soledad con el Padre. Jesús afronta el mal a la luz de Dios, en oración pone todo en manos del Padre con la certeza de que solo así se vence el mal.
Al banquete de muerte de Herodes responde con un banquete de vida.
Nosotros los creyentes somos invitados a esta elección: en vez de huir del mal o devolver mal por mal o violencia que genera más violencia, podemos afrontarlo en oración, entregándoselo al Señor para que su Amor triunfe entre nosotros. La tarea de los cristianos es dar testimonio del Bien que es dejar que Cristo Resucitado venza en nosotros y a través de nosotros.
Porque el fin de la comunión de los discípulos de Cristo no es simplemente la lucha contra el mal sino la irradiación del Bien. “Pasar haciendo el Bien”, no consiste en “pasar de largo” o atemorizarse y rendirse ante el mal, o caer en la amargura de insistir en subrayar todo lo malo. El cristiano sabe esperar y confía en la victoria del Bien, sabe orar. Elige irradiar el Bien como testimonio de que el amor es más fuerte que la muerte, que el mal, que el odio, que la mentira, que la oscuridad.
¡Nos necesitamos tanto! Ayudémonos a estar en vela, a orar en todo tiempo porque somos muy conscientes de que el mal no es una fuerza anónima y que el diablo busca aliados entre los hombres, también entre nosotros, pero gracias a Cristo podemos no dejarnos vencer por el mal e incluso vencer el mal con el Bien. En comunión, estamos llamados a esta vigilancia del corazón.
Para finalizar hacemos memoria, una vez más, de unas palabras de san Ireneo que a todos nos traspasan el corazón, nos llenan de alegría y agradecimiento sin límites: “La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es ver a Dios”… Al corazón no se le engaña, no sigue fábulas ingeniosas, necesita contemplar al Amado. Oramos unos por otros para que ninguno se pierda.
Pienso qué sería hoy de mí si Jesucristo no me hubiese mirado con amor en su Iglesia, qué sería hoy de mí si no viviera en la certeza de que soy amada y que mi vida es fruto del Amor de Dios.
Doy inmensas gracias a mi Esposo y Señor por el don incomparable de ser cristiana y por vosotros, mis hermanos en la fe, en quienes veo y me enseñáis que “a amar se aprende amando y a adorar se aprende adorando”.
Amén.
[1] Cf. Mt 5, 6
[2] Cf. Mt 18, 14; Jn 6, 39
[3] Mc 7, 34
[4] Cf. Carta de Plinio el joven al emperador Trajano
[5] A Diogneto 6
[6] Lc 6, 12
[7] Lc 22, 41
[8] Jn 20, 28
[9] Mt 26, 38
[10] Hch 17, 28
[11] Ga 2, 20
[12] Mt 14, 13-21; Mc 6, 31-44; Lc 9, 10-17; Jn 6, 1-15
[13] Mc 6, 31
[14] Mc 6, 37
[15] Jn 6, 2
[16] Jn 6, 6
[17] Jn 6, 28-29
[18] Jn 6, 5.7
[19] Jn 6, 9
[20] Jn 6, 11
[21] Jn 10, 18
[22] Mt 6, 11
[23] Mc 6, 44
[24] Hch 4, 32-33
[25] Cf. Hch 4, 32
[26] Hch 4, 32
[27] Hch 4, 33
[28] Jn 17, 21
[29] Mt 14, 3-12