Os anuncio una gran alegría…

Felicitación de Navidad 2016

Estamos ante un maravilloso regalo: el regalo de Dios al hombre “y, como Dios no es un donante mezquino, el regalo resulta el más bello posible” (Von Balthasar). Estamos ante un maravilloso don: el don de Dios hecho hombre.
Si puedo ser cristiano es porque Dios me ha hecho un soberano regalo. El regalo es Él mismo, su Hijo, el Verbo hecho carne. Con ese regalo Dios no pretende oprimir al hombre: viene entregándose, donándose. Dice el apóstol Juan en su primera carta: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo”. Él nos amó para que nosotros podamos donarnos al amor: dejemos que Dios haga su hazaña de amor en nosotros, sepamos reconocer que Él nos ama profundamente, permitamos que construya nuestra vida desde ese amor, acojamos con docilidad su acción recreadora.
Cada segundo de vida que se nos da es el regalo, la oportunidad que Cristo nos ofrece de ser presencia suya en medio del mundo, de colaborar en la obra de la recreación del mundo bajo la guía del Espíritu. No hay minuto que no esté llamado a que nosotros continuemos lo que Él vino a hacer. Cada minuto es nuevo, cada segundo es nuevo, cada momento es nuevo, cada día es nuevo, cada año es nuevo… Es el tiempo que Dios nos regala para que en nosotros se continúe el misterio de la encarnación del Hijo y de la unción del Jordán.
El santo es diáfano ante el regalo que Dios le hace, vive de ese regalo, se empeña en agradecerlo en la vida; el santo es el que queda sorprendido y embargado de tal modo por ese regalo que no tiene ni tiempo ni espacio para otras actitudes, sino para vivir agradecidamente el don.
El santo puede decir con san Agustín que el don más grande que se nos ha dado es “el de ser cristianos. Somos cristianos, pertenecemos a Cristo”.
Es la actitud del santo. La actitud del que sabe apreciar y acoger el gran don. Si de verdad viviésemos el cristianismo como el más bello de los regalos, nuestra vida se desenvolvería en el ámbito de la alabanza y la acción de gracias. Nuestra actitud y nuestra vida tendrían que ser un continuo canto del Aleluya. La boca, el corazón y la vida tienen que cantar al unísono. Y ese canto es el cántico nuevo que puede entonar el cristiano en cada momento de la vida, que es un momento de creación en el que las manos de Dios, el Hijo y el Espíritu Santo, nos quieren hacer.
“Cantad con vuestra voz —decía san Agustín—, cantad con vuestro corazón, cantad con vuestra boca, cantad con vuestra manera de vivir: Cantad al Señor un cántico nuevo. ¿Preguntáis qué es lo que vais a cantar de aquel a quien amáis? Porque sin duda queréis cantar en honor de aquel a quien amáis, preguntáis qué alabanzas vais a cantar de él. Ya lo habéis oído: Cantad al Señor un cántico nuevo. ¿Preguntáis qué alabanzas debéis cantar? Resuene su alabanza en la asamblea de los fieles. La alabanza del canto reside en el mismo cantor. ¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar. Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente”.
La vida del creyente tiene que ser una vida de alabanza; no sólo por lo que expresa con la boca sino por lo que expresa en su manera de vivir, en su manera de relacionarse, en su manera de querer, porque tiene que ser presencia de la ternura de Dios, del amor de Dios, del don de Dios. He aquí la atmósfera de nuestra existencia cristiana: la alabanza y el reconocimiento continuo del amor, de la misericordia de Dios hacia nosotros.
¡Que nuestra vida sea una vida agradecida!, ¡que vivamos dando gracias porque se nos ha hecho el más bello de los regalos posibles, el de ser cristiano!, ¡que nuestro corazón se convierta en una alabanza continua! “Alabad al Señor porque es bueno, alabadle cuanto podáis y amadle lo más que podáis —decía san Agustín—, derramad vuestros corazones en su presencia porque Él se ha derramado por nosotros”.
También hoy, como ayer, algunos desde nuestra fragilidad nos sentimos orgullosos de vivir y cantar la confesión de un don: soy cristiano.